Jonathan Martínez
Investigador en Comunicación

Tarde para bailar

Solo el 22% de los europeos exige la derrota militar de Rusia frente a un 35% que reclama la paz incluso si conlleva la cesión de territorios. Por si no fuera bastante, hay un 20% de indecisos que entiende la necesidad de un acuerdo.

Fue Heródoto quien contó esta anécdota. Mucho antes de las guerras médicas, cuando los persas tomaron la ciudad de Sardes y se adueñaron del reino de Lidia, tanto los jonios como los eolios se echaron a temblar. Temían tanto una conquista encarnizada que le ofrecieron al rey Ciro su lealtad sin condiciones. Estaban dispuestos a abonar tributos a Persia y a convertirse así en súbditos de los invasores antes de que fueran invasores. Ciro debió de soltar una carcajada al escuchar la oferta porque replicó con una fábula que revelaba la medida de su poder. Había una vez un flautista que divisó un banco de peces en el mar y se puso a tocar la flauta con la esperanza de verlos bailar hacia la tierra. Como vio que los peces eran sordos a la música, decidió capturarlos con una red. Entonces, al ver a sus presas brincar fuera del agua, dijo con amargura: «Cuando toqué la flauta no quisisteis regalarme un baile. Ahora ya es tarde para bailar».

La historia no se repite pero rima, dice un viejo aforismo atribuido a Mark Twain. Ahora que la invasión de Ucrania parece estancada y los mandatarios europeos corren por el mundo como pollos sin cabeza mientras los precios de la energía se disparan, uno siente la urgencia de preguntarse por qué nunca se respetaron los acuerdos de Minsk, que en febrero de 2015 abrían una compuerta a la paz. Con la supervisión de Alemania y Francia, los mandatarios rusos y ucranianos se comprometieron a detener el fuego, desalojar las armas pesadas, liberar a los prisioneros de guerra, reformar la constitución de Ucrania y conceder la autonomía a los territorios de Donetsk y Lugansk. La guerra del Dombás, sin embargo, se cronificó y sucumbió al aburrimiento mediático. Lo que no vemos en la televisión no existe.

El pasado mes de febrero, cuando las primeras bombas rusas se precipitaron sobre Ucrania, el mundo occidental entró en una suerte de histeria patriótica. Vladímir Putin, recibido siempre con honores y besamanos por las autoridades mundiales, se convirtió de un día para otro en el villano perfecto de un thriller de sobremesa. Volodímir Zelenski, al contrario, adquirió una reputación heroica en una prensa acostumbrada a reemplazar la objetividad por la adulación. En aquellos días de paroxismo bélico, Josep Borrell desatendió su responsabilidad diplomática con bravuconadas de matón de playa y no hubo quien no demandara más armas, más sanciones, más madera. A nuestros bravíos presidentes se les olvidó que el ardor militar siempre termina enfriándose. Nadie nos advirtió que el pueblo raso iba a terminar pagando las sanciones en la factura del gas y en la cesta de la compra.

Hace ya más de una semana que el Consejo Europeo de Relaciones Exteriores recogió la opinión ciudadana sobre la guerra y el resultado tiene muy poco que ver con las efusiones bombásticas de nuestra clase dirigente. De hecho, solo el 22% de los europeos exige la derrota militar de Rusia frente a un 35% que reclama la paz incluso si conlleva la cesión de territorios. Por si no fuera bastante, hay un 20% de indecisos que entiende la necesidad de un acuerdo ante el riesgo de un estropicio nuclear. Solo en Polonia se impone la épica de las armas. Después de todo, ha sucedido que el discurso de la izquierda antimilitarista es minoritario en los parlamentos y en los medios pero mayoritario en la sociedad. Resulta que la apuesta por la desescalada de Noam Chomsky o Jeremy Corbyn no era una utópica extravagancia sino que representaba el sentido común de las mayorías sociales.

Pese a todo, Europa se ha enfangado aún más si cabe en los alardes armamentísticos. Madrid acoge en los próximos días una conferencia de la OTAN y sabemos que las restricciones de seguridad serán severas porque la Delegación del Gobierno ha llegado incluso a prohibir una manifestación contestataria. Hace apenas unos meses, la prensa de traje y corbata nos juraba que las prohibiciones eran cosa de tiranías como Rusia. En esa misma prensa podemos encontrar titulares que dialogan entre sí con una elocuencia devastadora. Esta semana, "El Mundo" sostenía en un editorial que "La seguridad pasa por invertir en Defensa". A su lado, pocos píxeles más allá, resplandecía otro titular: "La verdad sobre el coste de la transición verde". Y es que el Gobierno alemán se ha dado cuenta de que tendrá que seguir quemando carbón ante el riesgo de un apagón energético.

Una guerra es algo más que una estéril trituradora de vidas. Una guerra es también un negocio, el río revuelto donde los mandatarios sin escrúpulos pescan sus dividendos a precio de sangre humana. ¿A qué empresa de armamento podría interesarle la paz si es la guerra el combustible de sus ganancias? ¿Acaso no hay multinacionales energéticas que se frotan las manos ante la apertura de un nuevo mercado donde la gasolina ya se vende a precio de carestía? ¿Qué derechos humanos defiende la derechista Ursula von der Leyen cuando honra a las autoridades de Tel Aviv y anuncia la importación a Europa de gas israelí?

Las visiones parciales sobre la responsabilidad de la guerra explican pero no resuelven ni consuelan. Unos subrayan la culpa de Putin en la violación de la soberanía nacional de Ucrania. Otros mencionan que Estados Unidos aprovechó la disolución del Pacto de Varsovia para ir arrimando las armas atlánticas hacia la frontera rusa. Es legítimo recordar que las protestas del Euromaidán culminaron con la ultraderecha ucraniana incrustada en el Gobierno y en las estructuras militares. Y tampoco viene mal tener presente que la OTAN ha instruido a 80.000 soldados ucranianos durante la guerra del Dombás mientras la Unión Europea miraba hacia otro lado. Toda esta información tal vez nos ayude a formarnos una opinión, pero sirve de poco buscar culpables mientras las mesas negociadoras continúan ardiendo en la hoguera de las palabras gruesas. Me gustaría creer que todavía queda alguien con sensatez al mando de este barco. Alguien que nos diga que nunca es tarde para bailar.

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