José Ignacio Camiruaga Mieza

Todos ciegos hacia el final

El tema del fin, del colapso del tiempo histórico, no es algo de hoy, ni es el fruto venenoso del siglo XX y sus catástrofes. A partir de Hiroshima, se perfecciona la imagen del final, se definen los detalles. Al ofrecer la representación visual (el hongo, la luz cegadora, el viento), se nos muestra cómo puede suceder. Con Hiroshima, el fin de toda la humanidad se vuelve casi familiar, aunque mantiene su carácter disruptivo.

Pero la imagen del fin es compañera inseparable de la civilización humana y de su desarrollo, como si lo uno y lo otro procedieran en paralelo, y la idea misma de desarrollo ocultara su oscuro reverso. El fin está en el principio: la humanidad debuta en el escenario de la historia con un «diluvio». En el relato bíblico del «Génesis», seis breves capítulos separan el grandioso inicio de la creación («En el principio creó Dios los cielos y la tierra») de la ruinosa manifestación de la destrucción: la creación se pliega sobre sí misma, su espacio, recién desplegado, se disuelve en un apocalipsis líquido. Según el relato del «Génesis» la infección del mal ha afectado las raíces de la «planta humana», no queda otro remedio que la cirugía radical del aniquilamiento de «toda carne, en la que hay aliento de vida». Y Dios, que había sido un creador amoroso, se dispone a deshacer su plan, convirtiéndose en el verdugo despiadado de la humanidad obstinadamente aplicada al ejercicio del mal.

Cuanto más apremiante es el fin, más difícil es tomar conciencia de él. Creo que esto se puede ver fácilmente al observar la actual incapacidad de los estados para abordar los efectos del calentamiento global. O la escalada de la violencia sangrienta de los conflictos armados aquí y allá. Un conflicto infinito de mil y una batallas. O el cementerio de nuestros mares donde duermen el sueño eterno aquellos que se atrevieron navegar buscando la supuesta tierra de promisión. Todos ellos son algunos ejemplos. Sin ser exhaustivo. Su ritmo es lento, torpe, mientras la catástrofe avanza a pasos amplios y dramáticamente incisivos. La catástrofe parece apresurarse, mientras los hombres que gobiernan los estados están dispersos en mediaciones y negociaciones largas y agotadoras.

Hay quien señala la opacidad que envuelve la mirada del hombre al considerar la catástrofe que se avecina, una especie de cortina cognitiva cae sobre sus ojos y lo vuelve lento e indefenso. Pensemos en la «pandemia»: ¿cuánto nos costó reconocer su gravedad? Cuando apareció por primera vez, ilustres científicos declararon que el virus nunca podría haberse extendido a Europa. Y no por negación, sino por algo más esquivo que acabó obstaculizando la respuesta sanitaria hasta que llegaron las vacunas. Al menos inicialmente, nuestros científicos no podían seguir los pasos agigantados del virus. Tenían en mente un orden de la naturaleza que el virus, excéntrico en sus movimientos, seguía transgrediendo, sin ser encontrado nunca donde pensaban que estaba.

Esta es la «cortina cognitiva» a la que me refiero, la niebla que envuelve nuestra mirada y vela nuestra capacidad de juzgar. Hacemos todo lo posible para no dañar el estado de normalidad en el que vivimos, aunque sea una normalidad enfrentada al abismo. Se trata de la «gran ceguera». Hay una transformación en marcha, pero no podemos identificar sus contornos. El pensamiento que tenemos no puede contener lo que está sucediendo. Si es impredecible es porque el tiempo, «desequilibrado», es incapaz de medir sus efectos. La racionalidad calculadora, un núcleo esencial de la cultura occidental, tiene problemas aquí. Explota el espacio en el que vivimos, pero también el tiempo que lo midió. Los relojes que marcan el cambio están destrozados.

La orquesta del Titanic tocó hasta poco antes de que el barco se hundiera, probablemente para dar consuelo a los pasajeros, o simplemente para no interrumpir una costumbre. Estamos todos a bordo del Titanic en su último viaje, no podemos bajar, el casco ya está roto y los botes salvavidas escasean. Preguntarse si todavía hay un mundo por venir puede al menos romper el «límite cognitivo», el manto de espesa niebla en el que seguimos deambulando, perdidos, desorientados.

Preguntarse si hay un mundo por venir quizá hasta sacude ese nivel de continuidad histórica del que somos prisioneros. Pensar en el final puede permitirnos revisar el rumbo de esa epopeya humana que se ha vuelto indiscutible. Razonar sobre el fin puede corroer la corteza de certezas con las que nos protegemos.

Da la sensación de que estamos solos, sin protección. Los escritos, los conocimientos, las reflexiones, los progresos, los códigos polvorientos que han regulado a la humanidad son inútiles. Sólo queda esta pregunta, impaciente, urgente, pronunciada en el temblor del corazón: «¿Hay todavía un mundo por venir?». ¿Hay una respuesta? ¿O simplemente una secuencia apretada de preguntas sin respuesta? ¿Podría ser de otra manera? La orquesta del Titanic ha terminado de interpretar su repertorio (pero siempre hay una orquesta dispuesta a mitigar lo peor). Ahora es silencio. Así que no hay respuestas, sino temblores arriesgados e inciertos entre las ruinas de nuestro espacio-tiempo.

Hoy la tierra vuelve a girar, pero esta vez sobre sí misma y por cuenta propia, y ​​nos encontramos en su centro, insertados, confinados, estancados en la zona crítica... Mi impresión es la de ser como la ropa que gira en el tamborilear una lavadora, bajo presión y a altas temperaturas. Necesitamos reinventarlo todo desde cero: el derecho, la política, las artes, la arquitectura, las ciudades, pero aún más extraño, necesitamos absolutamente inventar el movimiento mismo, el vector de nuestras acciones antes de entrar en el colapso final al que parece que la humanidad está abocada como precipitándose en un abismo.


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