Iñaki Bernaola

Todos necesitamos una república

Todos los países del mundo, no solo Euskal Herria y Catalunya, necesitan una república para llevar a cabo una auténtica política favorecedora de las clases populares.

Uno de los libros que más me ha impresionado de los recientemente leídos ha sido «¿Quién quiso la Guerra Civil?» del historiador Ángel Viñas. En él se demuestra que, al contrario a lo que la mayoría de la gente cree, quienes más conspiraron contra la Segunda República no fueron Franco y los militares fascistas, sino los monárquicos. Ya desde en inicio de esta no cesaron las gestiones ante el régimen fascista de Mussolini, donde a la sazón estaba exiliado Alfonso XIII, a fin de que proveyese a los conspiradores de apoyo político y militar para llevar adelante un golpe de Estado en contra de la hacía poco tiempo instaurada República Española, golpe encabezado por el general Sanjurjo y el político José Calvo Sotelo. Pero ambos murieron en circunstancias diversas, y por otra parte, una vez que la Alemania de Hitler, de forma bastante tardía, comenzó a mostrar su interés en la situación española, y visto además que el inicialmente planificado golpe de Estado no sería tal, sino una guerra en toda escala, el protagonismo de Franco, oportunista de última hora, comenzó a subir enteros.

Bien mirado, es normal que fuera así. Porque, lo mismo aquí que allá, la monarquía no es sino el auténtico eje vertebrador de todas las políticas reaccionarias habidas y por haber en un país; mientras que la república, por el contrario, permite una mayor apertura para que se implementen políticas de signo diverso. No hay ninguna monarquía que sea neutral. Mucho menos una monarquía que sea de izquierdas, entre otras razones, porque la verdadera ligazón de la monarquía de un país se lleva a cabo con las clases oligárquicas del mismo.

¿Os habéis parado a pensar que mientras el rey ostente el grado máximo en el escalafón militar habrá muchos militares que piensen que la obediencia no se la deben a los órganos elegidos democráticamente conforme a una división de poderes del Estado, sino directamente a su superior jerárquico, es decir, al rey? ¿Os habéis parado a pensar que mientras la religión de la monarquía sea la católica no podrá hablarse de auténtico Estado laico, ni de igualdad de oportunidades no solo entre diversas religiones, sino entre creyentes y no creyentes?

Ya sé que la mayoría de los reyes, tanto los de aquí como los de allá, se han caracterizado por tener una bragueta floja, por llevar una vida de fastos sin freno, o por la arrogancia de quien mira al resto de los mortales por encima del hombro. Pero todo eso, a fin de cuentas, a lo mejor no es el aspecto fundamental. Lo que de verdad tiene importancia es que la monarquía, como tal, es un negocio. O mejor dicho, es una empresa de gestión de bienes diversos, con sus propias dinámicas, con sus propios intereses y con sus propias prioridades que no tienen por qué coincidir con el bien común de la ciudadanía.

Hace ya casi cuatro siglos que un escritor español, Luis de Góngora, escribió un poema donde decía que la corte vende su gala, la guerra su valentía, y hasta la sabiduría vende la universidad. Creo que nadie podrá negar que vender la gala de la corte ha generado por estos lares no pocos beneficios gracias al tráfico de influencias, o aún peor, gracias a la falsa imagen de una monarquía «salvadora» del país frente a aquellos sectores que fueron precisamente quienes encumbraron a la monarquía en el lugar en el que ahora se encuentra.

Todos los países del mundo, no solo Euskal Herria y Catalunya, necesitan una república para llevar a cabo una auténtica política favorecedora de las clases populares. Y aún diría más: no me creo que en España nadie pueda argumentar que lleva a cabo una política de izquierdas si no coloca en el lugar preferente el principal reto que debe asumir todo aquel que de verdad quiere que el país avance en favor del pueblo: que España deje de ser monárquica para convertirse en republicana. Lo demás ya vendrá después. Pero mientras eso no sea así, las políticas de izquierdas, mal que nos pese, no parecerán otra cosa que políticas de mentirijillas.

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