Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Trump como catalizador

En ciertos periodos históricos caracterizados por apalancar la razón –que queda inmóvil– aparece un factor, que puede ser un individuo o una minoría autoritaria, que actúa paradójicamente como protagonista de libertades o progresismos consagrados como insuperables. Tal sucede con la teoría del fin de la historia que subyace al neoliberalismo. Es decir, estos falsificadores de la dinámica humanística entran en colisión con el liberalismo que dicen representar al reducir la existencia a su Sistema terminantemente autoritario que quieren conservar inmóvil a toda costa. Esta contradicción o paradoja, que exige mentiras constantes para mantener en pie el Sistema que protagonizan, produce al final el desorden y ruina del mismo, por mucho que quieran apalancarlo en el interior de su laberinto.

Es fácil llegar a esta conclusión tras leer el manifiesto de treinta y siete empresas de Silicon Valley en el que denuncian la política del presidente Trump que trata de impedir la entrada de emigrantes musulmanes a Estados Unidos. Con ese manifiesto queda al descubierto el impresionante choque de trenes entre el capitalismo con médula nacionalista que pretende restaurar el actual presidente norteamericano y el capitalismo global de esas empresas, hasta el punto de que el neocapitalismo queda con las tripas al aire y en ellas se lee con claridad lo que pretenden los protagonistas de la globalización, que no  tratan de proteger un libre comercio enriquecedor de todos sino de enclaustrarnos en la finca de los poderosos. Una lúcida economista italiana, Loretta Napoleoni, ilumina lo que digo en su obra “Democracia en venta”, con un ejemplo concluyente para entender la situación: «Vivimos en una Europa dominada por Alemania, precisamente lo que se quería evitar con el proyecto europeo (ampliar un espacio de libertades), un objetivo que quienes nos precedieron pagaron con sangre». Una Europa en que una serie de «organismos no electivos (o países) dotados de inmunidad absoluta, sin ningún vínculo democrático ni posibilidad de control por parte de los ciudadanos (en este caso europeos), pueden determinar las principales opciones de la política económica –y en consecuencia, social– de los Estados miembros», que se asfixian en la desigualdad. Y sigue la brillante analista: por ejemplo, «Alemania exporta un valor anual de casi 800.000 millones de euros e importa por un valor de tan solo 640.000 millones (datos del 2013), lo que supone un superávit variable, pero siempre sólido…que sitúa a Alemania, con sus ochenta millones de habitantes, en el superávit per capita más alto del mundo, seguida de Holanda, Suiza, Taiwán y Singapur, mientras Italia, Francia, España e Inglaterra tienen un déficit exterior de 220.000 millones, de los cuales corresponden a España 66.000 millones». Trascribo estos datos preguntándome si este triunfo alemán no tiene relación con una masa inmigrante –a veces propia como es el caso español– de trabajadores baratos, que contribuyen a edificar un fenómeno de monopolio u oligopolio respecto a terceros, al privarles de competitividad.

Esa relación queda al descubierto en la carta colectiva de los treinta y siete firmantes de Silicon Valley, que argumenta, destapando el mecanismo de explotación: «El cambio súbito de las normas que regulan la entrada en Estados Unidos supone un daño para las empresas estadounidenses (primer dato de la explotación subyacente de la mano de obra inmigrante en perjuicio de los asalariados norteamericanos, a lo que se opone Trump); perjudica la capacidad de las empresas de atraer talento (como si el talento entrara sensiblemente en EEUU mediante la inmigración corriente musulmana o latinoamericana); aumenta los costes asociados a las empresas (nada pues que ver con un humanismo realmente estrangulado); y hace más difícil que las compañías puedan competir en los mercados internacionales (esto es, que la proeza tecnológica no lo consigue todo, ni mucho menos) y dan a las empresas globalizadas un nuevo y significativo incentivo para que crezcan sus operaciones (¿qué se debe entender, al llegar aquí, por incentivos?) y puedan contratar nuevos empleados fuera de Estados Unidos (y esos nuevos empleados ¿no disminuyen el horizonte laboral conseguido por los asalariados de nacionalidad norteamericana mediante una larga y dura lucha; recordemos a los mártires de Chicago?). Lo grave es que esta cínica reacción antitrumpista acaba con un suspiro moral, no vaya a ser que la gente decente reaccione contra el grito patriótico envuelto en el billete verde de los 37: «Esta orden ejecutiva viola la ley, la Constitución y los derechos humanos». Por fin, algo de moral. De sal, un pellizco, por si acaso.

Cuando leí el papel de los 37 de Silicon Valley recordé que este horno de riqueza imperialista que ahora clama desde el «humanismo y la razón» nació sobre un suelo pobre aprovechando a los inmigrantes japoneses que malvivían allí cuando empezó la II Guerra Mundial. Esos japoneses se avinieron preventivamente a su explotación para evitar los temidos campos de concentración como potenciales enemigos. Japoneses que convirtieron en americanos baratos con uso de un chantaje. Japoneses con fina maña para el trabajo que seguía a la invención. Normalmente lo más grave en esta capa de ceos es que manejan con desembarazo la máquina estadística y la propaganda, con una lógica que ahora no voy a analizar y que seduce, pese a estar trucada, a no pocos trabajadores que cada mañana –dejo aparte a los que simplemente huyen del terror múltiple– peinan su pobreza frente al espejo americano y deben decirse: «Soy un explotado, pero un explotado norteamericano». Hoy presumimos de dignidades muy extrañas.

Curiosamente el presidente Trump actúa, yo creo que sin conciencia muy clara de saberlo, como un catalizador que está separando, como ya he indicado, al capitalismo real o capitalismo productor de mercancías, del capitalismo especulativo o productor de dinero. En este sentido el nuevo presidente norteamericano actúa como un desambiguador o clarificador del neocapitalismo en todo lo que tiene de incierto.   

Al arribar a esta latitud de la cuestión uno barrunta que el capitalismo se ha agotado como dinámica económica y social. Parece evidente que retornar al capitalismo comercial ya no es posible porque el comercio se basa hoy en un monopolismo creciente que funciona con acuerdos tan fuertes como inmorales. Retomar como fundamento de la riqueza de las naciones y de sus pueblos el capitalismo industrial también resulta imposible ya que ese industrialismo funciona ahora por el camino de tecnologías que absorben y agotan las áreas de trabajo con amortización muy amplia del factor humano, con un alto excedente de brazos. Insistir en la especulación financiera aumenta mortalmente el verticalismo, y por tanto, el peso sobre un solo punto hasta el extremo de multiplicar las crisis. Para resucitar el capitalismo comercial sobran agentes; para recuperar el capitalismo industrial hay que eliminar millones de trabajadores; para reforzar el capitalismo financiero se agotan los ámbitos del juego especulador. ¿Qué hacer, por tanto? La base de la economía verdadera, esto es, real, es el consumo y el consumo exige ciudadanos correctamente pagados, trabajadores que tengan su puesto asegurado (no simples «ocupados», como empieza a decir, con su pillería aldeana, el Sr. Rajoy), vida cultural creciente y rica (no alfombras rojas o turistas capturados en la televisión), respeto e igualdad entre los pueblos… ¿Y cómo se puede resucitar todo eso?     

Curiosamente el Sr. Trump ha hecho que muchos estadounidenses recuperen en él, al menos como posibilidad, el sueño de vida americano. Parece pues que el reloj de la historia avanza hacia colectivizaciones preñadas de libertad e igualdad.

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