Carlos Martínez
Amigo de varias personas en prisión

Umeen irriak etxera

Un nuevo accidente sufrido por familiares ha vuelto a poner encima de la mesa una cuestión pendiente que hay quien pretende hacer desaparecer de la lista de urgencias en la agenda política.

Como cientos de familias lo hacen cada fin de semana obligadas por la dispersión, recientemente acudí a una prisión situada en Andalucía para visitar a una amiga. Un largo viaje, pesado y cansado, en el que van pasando las horas como pasan los kilómetros, de manera monótona, en una sucesión superada solo por la esperanza y la ilusión de que todo vaya bien y de sacar jugo a esos 40 o 50 minutos que vamos a compartir bajo control y a través de un cristal en el locutorio de turno.

Pensando en esos viajes, a veces tengo la sensación de que quienes por parentesco, amistad, compromiso, solidaridad… llevamos ya largos años haciendo km. por el mapa de la dispersión, hemos ido adquiriendo una especie de coraza que nos ayuda a sobrellevar, relativizar y asumir mejor las circunstancias de todo tipo que puedan surgir en estos viajes. Ni siquiera falta el humor.

Pero puede pasar que esa coraza se convierta en arma de doble filo que acabe por hacernos interiorizar y aceptar ciertas situaciones, por repetidas, con total normalidad; o nos dificulte percibir o tomar conciencia sobre otras, y eso nos lleve también a no ver la urgencia de compartirlo y denunciarlo. Sobre todo entre quienes no somos familiares y nos afecta de manera colateral, porque acudimos de vez en cuando a las visitas.

No ha sido el primer viaje en el que me ha ocurrido, y supongo que habrá pasado por la cabeza de otra gente que lo ha vivido. Me refiero a los niños y niñas castigados a peregrinar de cárcel en cárcel para ver a sus padres o madres; criaturas de dos, tres, cuatro años, por citar alguna edad, sometidas a la crueldad de la dispersión sin ninguna culpa y sin ninguna razón ni argumento que pueda justificar semejante realidad. Esta vez compartí viaje en el autobús de familiares con Xare y Lur, dos crías de poco más de dos años, y el «click» en mi cabeza saltó al despertarme por sus lloros pidiendo pecho, y después por unas palabras de su ama pidiendo perdón. Solo pensar en estar en su situación me dio vértigo, y encima pedía disculpas.

Sería fácil y técnicamente posible reunir a las familias afectadas en prisiones cercanas; existiría un consenso social y político abrumador para reclamarlo; tendríamos cobertura legal, pedagógica o médica excepcional para evitar el sufrimiento y el peligro a que son sometidos estos niños y niñas.
¿Por qué entonces se permite que eso suceda? ¿Por qué en ámbitos políticos, institucionales, eclesiales, judiciales…, tan sensibles ante otras realidades no se levanta ninguna voz contra semejante atropello? ¿De verdad han llegado al punto de aceptar que se castigue a niños por la condena que están pagando sus padres y madres?

¿Sabe la sociedad que hay decenas de menores que soportan cada semana viajes de cientos de km. en coches, autobuses, trenes...? ¿Asumen, por ejemplo, el ararteko, el lehendakari, Jonan Fernández…, que en lugar de dormir en sus camas todos estos críos estén obligados a andar por ahí a cualquier hora de la noche, madrugada o al amanecer? ¿Aceptamos que se obligue a sus familias a trasladarse semana tras semana con sillitas, pañales, biberones, ropa…, haga frío o calor, llueva o nieve? ¿Ahora que pretendemos construir otro futuro, estamos en disposición de aceptar que se hipoteque y condicione su infancia?
Solemos escuchar hablar de cuestiones como el relato, las víctimas, el daño causado…, desde una posición ética, moral y de no responsabilidad por parte de portavoces políticos e institucionales, pero ante estas situaciones demasiadas veces prevalece la indolencia, la inacción y con ello la aceptación práctica de lo que está sucediendo.

Desde esa posición ética y moral que parece situarles por encima del bien y del mal, ¿dónde trazan la línea roja en estos casos? ¿Hasta dónde es aceptable que estas criaturas sigan sometidas a las penalidades y riesgos a que les condena la dispersión? ¿A partir de qué momento se mostrarían indignados, contundentes y dispuestos a actuar para poner freno a ese maltrato infantil? ¿Tiene que morir alguno para que reaccionen? Estos niños y niñas serán protagonistas directos del futuro a construir. ¿Por qué entonces dejar que se les siga haciendo daño conscientes de que puede llegar a condicionar ese futuro?

Están encima de la mesa otras cuestiones como la de los presos enfermos, las personas de edad encarceladas, la realidad de familiares mayores, sobre todo padres y madres, imposibilitados a viajar a las cárceles para ver a los suyos. Pero la cuestión de los menores de edad me resulta especialmente cruel, inaceptable.

Las familias están haciendo un esfuerzo por hacer ver a la sociedad esos vértices de la dispersión, esas realidades ocultas, o no suficientemente conocidas. Hay un mapa de la dispersión infantil, conocemos los nombres y edades de esos niños y niñas que cada fin de semana llevan su sonrisa a las cárceles. Y aunque la solución global a la cuestión de presos y presas se enmarque en otros parámetros, ello no debería ser obstáculo para que quienes en el discurso muestran su oposición a la dispersión actúen ya para acabar ya con este maltrato infantil.

Tal vez así quienes aun hoy se siguen mostrando insensibles y complacientes con la dispersión o condicionan su final, se sonrojen un poco al saber que Xare pide el pecho a su ama en el km. 400 y luego en el km. 800 camino de Algeciras; o que Lur llora cuando se baja en Sevilla al amanecer. O tal vez se avergüencen un poco si piensan que Amaiur, que desde que nació viajó a Madrid, y luego a Córdoba, cinco años después del final de la lucha armada, cuando va a cumplir 13, sigue viajando a Castellón; que otra Lur pregunta por qué los «gizon grisak» tienen a su aita tan lejos, en Granada, o que acaba de nacer Luken, que con su hermano Axel, si no lo evitamos, pronto tendrá que sufrir la dispersión para llevarle una sonrisa a su aita, que ahora está a 800 km. A no ser que consigamos que la vergüenza y el sonrojo  sean de tal envergadura que no la soporten ni ellos y consigamos así que Xare, Lur, Luken, Axel, Ibai, Haizea, Iker, Jone… sonrían en casa.

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