Una huelga también política
Después de la última huelga general en Euskal Herria, sus lecturas, como es habitual, fueron divergentes. No sólo sobre su seguimiento; también en su interpretación y motivaciones. Gobierno y empresarios se apresuraron a deslegitimarla no sólo por su baja participación según sus recuentos; sobre todo, los partidos reunidos en la mañana del M-30 en el Parlamento de Gasteiz, a pocos metros del acto final de la mañana, le atribuyeron, junto con el grupo empresarial, un carácter político.
No consideraron, por cierto, el significado de una huelga en las actuales circunstancias convocada por los sindicatos más representativos, a pesar de la ausencia de otros, respondida por un relativamente importante número de trabajadores, fábricas y comercios a pesar de las dificultades para una lucha de estas características.
Impulsada e inducida, en su opinión, por unas determinadas fuerzas sindicales y grupos con objetivos políticos, no logró movilizar, por tanto, a quienes piensan de otra manera. Y no les faltaba razón. En realidad toda huelga general o sectorial implica siempre un alto componente de características políticas, por otra parte imprescindibles en la lucha social y en las reivindicaciones laborales.
Por una causa evidente: la economía neoliberal globalizada es altamente política. En efecto, los mercados y su empresas, que se han apoderado de los estados y las multinacionales, son, en última instancia, los que hoy controlan, para su beneficio, las decisiones políticas, como está comprobado.
Basta observar la llamada crisis económica del Estado español para confirmarlo. Su raíz, como lo subrayan la mayor parte de los economistas, radica en el sometimiento del Gobierno –de su política– a los intereses del capital y del mercado. Han hecho de la política un instrumento a la medida de sus ganancias y han manejado a la sociedad con sus finanzas, sus créditos y transacciones bancarias, beneficios y paraísos fiscales, hasta llegar al desplome de la misma economía sustentadora del bienestar social. Y ahora, ante el desastre que no termina, sino que se agrava, recurren y presionan con la aplicación de una política de recortes, flexibilidad laboral, austeridad (para otros) y precariedad.
Como consecuencia de este macroproceso político-económico, impulsado por las grandes organizaciones mundiales del capitalismo neoliberal (Banco Mundial/Banco Central Europeo, FMI, OMC), se ha acumulado el poder en manos de quienes detectan el capital y de sus motores mercantiles, comerciales y bancarios. En definitiva, la economía se ha hecho con el poder político para someterlo a los intereses y beneficios capitalistas. Los estados más poderosos, agrupados en el G8 y el G20, se han aliado con el capital y sus mercados, a los que han quedado supeditados; la riqueza monetaria ha sido manipulada por sus especulaciones financieras y las ideologías sometidas al pensamiento único neoliberal. Hasta algunas religiones han hecho compatible a Dios con el dinero, acabando por hacer del dinero el dios que rige y controla la humanidad. No es éste, por cierto, el Dios que mostró Jesús de Nazaret, asesinado por su fidelidad y defensa de la justicia en favor de los débiles y marginados.
La macabra consecuencia de los objetivos económicos del capitalismo neoliberal –el beneficio de unos pocos– ha consistido, con su política asesina, en el empobrecimiento de más del 80% de la humanidad, alcanzando la mayor miseria histórica de esta.
Por cierto, no faltan en las previsiones políticas de los estados y organizaciones dominadoras de la riqueza del planeta promesas de apoyo y planes de erradicación de la pobreza y del hambre en el mundo. Sin embargo, como afirma Federico Mayor Zaragoza, se trata de «unos sinvergüenzas que nos decían que no había medios para reducir a la mitad el hambre en el mundo en 2015 y luego hablaban de 700.000 millones de dólares para rescatar a las financieras». Para el economista Juan Torres López, que aporta esta cita del antiguo director de la Unesco, no hay otro término más adecuado que el de «crimen» para calificar a los bancos que ingresan pingües beneficios (en concreto cita al Santander) y a los Gobiernos europeos que destinan 3’7 billones de euros para rescates bancarios, cuando millones de personas mueren de hambre y podrían ser salvadas con una sola parte de esos beneficios e inyecciones financieras.
¿Entonces? Si como indica el economista citado, esta situación es «la consecuencia de una gran perversión, de una inversión de principios, de un largo proceso de incivilización y autodestrucción», la conclusión es evidente: una huelga, como una lucha entre otras, para actuar contra tan enormes injusticias debe ser también política, no sólo laboral y social. Y más en esta situación.
En primer lugar, para denunciar a la política vendida al capitalismo neoliberal, a sus empresas y mercados que esquilman pueblos y regiones privándoles de su soberanía y sometiéndoles a los imperativos de quienes detectan el capital y se apoderan de sus beneficios exclusivos.
En segundo lugar, para exigir otra política que no sea de pactos y arreglos acomodaticios a fin de sustentar el mismo modelo económico-político, sino que lo trasforme desde los principios y bases de la justicia social, de la igualdad, de la vida digna para todas las personas y pueblos. Donde el sujeto político sea precisamente el pueblo por medio no solo de unos votos que delegan su representación en manos de los políticos, cuya ineficacia es manifiesta, sino desde una auténtica democracia participativa y soberana. Donde sea la ética del bien común la que guíe la acción política y la res publica desde la responsabilidad compartida. Donde la riqueza existente –y suficiente para responder a las necesidades de la humanidad– sea gestionada con criterios y objetivos éticos. Donde la religión y, en concreto, dirigentes de la Iglesia católica no callen ante la corrupción, la pobreza injusta y la vulneración de derechos humanos, ante los abusos del poder político, mientras obtienen beneficios patrimoniales y educativos. Donde se vuelva a escuchar la contundente voz de profetas que, en otros tiempos, denunciaron la acumulación de riqueza y a sus poseedores injustos.
Por tanto, ¿una huelga de carácter político? ¿Acaso, y teniendo en cuenta la coyuntura actual y la trayectoria de doscientos años de capitalismo político y económico, puede ser de otra forma? ¿Qué otra alternativa cabe en las actuales circunstancias ante la gravedad de la situación laboral y social?
Esta exigencia política es clamor ético de indignación, respuesta necesaria de justicia y de un nuevo orden social. Debe ser el inicio de un proceso que no solo conduzca a lograr los derechos sociales íntegros para todas las personas, sino además la libre decisión de un pueblo, de todos los pueblos para superar el encadenamiento al capitalismo neoliberal y a su globalización y conseguir el bienestar de toda la humanidad, comenzando por los más pobres.
Ciertamente, este desafío tiene mucho de utopía, pero la utopía no es para ilusos, tampoco para políticos del sistema, sino para mujeres y hombres capaces de reaccionar y organizarse para construir un poder alternativo y popular, abiertos a estilos de vida que fomenten la solidaridad y democracia en todos los órdenes desde una justa gobernanza. Esa utopía ya está realizándose en muchos lugares del mundo, también en Euskal Herria, por medio de numerosas experiencias alternativas, movidas por el sentido y cultura del «procomún», de la reciprocidad y cooperación, del trabajo compartido, del comercio justo.
La pasada huelga general –laboral, social y política– ha sido un paso hacia la expresión y realización de esa utopía desde la defensa y reivindicación urgentes de los derechos de tantos trabajadores y trabajadoras.