Oskar Fernandez Garcia
Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación

Una institución vacua, anacrónica y obsoleta

La Monarquía es una institución anacrónica, perteneciente a un pasado obscuro, opresivo, terrible y brutal de épocas pretéritas. Un sistema de gobierno en inexorable desaparición y extinción. La ONU reconoce la existencia de 201 estados, de éstos solamente 22 mantienen aún, en el S. XXI, obsoletas monarquías.

En los albores del último mes del estío, concretamente el 4 de septiembre, la formación política Unidos Podemos presentaba ante la Mesa del Congreso una propuesta para crear una comisión de investigación en torno a las declaraciones, revelaciones y acusaciones realizadas por Corinna Zu Sayn-Wittgenstein, «la examante del rey emérito» del Estado español, Juan Carlos I de Borbón. 
En unas grabaciones la señora Zu Sayn-Wittgenstein da entender que el mencionado monarca «tiene cuentas en Suiza y que la utilizaba a ella como testaferro».

El PP, C's y el PSOE, con su mayoría en la Mesa, rechazaban frontalmente la posibilidad de dar comienzo a una investigación para aclarar los posibles e hipotéticos delitos de extrema gravedad, máxime teniendo en cuenta la entidad de la persona señalada, el exjefe de Estado de ese país.

Según la portavoz adjunta de Unidos Podemos, Ione Belarra, «Hay sospechas fundadas de que Juan Carlos I incurrió en evasión fiscal. No puede haber más ley del silencio en nuestro país. Los ciudadanos tienen derecho a saber si el rey emérito es un defraudador, si cobró mordidas por el contrato del AVE a la Meca y si comparte testaferro con la trama Gürtel». 
Alberto Garzón, coordinador federal de IU, criticaba en Twitter «que esos tres partidos se hayan aliado para evitar que se discuta en el Congreso sobre los Borbones y sus negocios oscuros. Se han negado a que se debata en pleno. Toleran la corrupción borbónica e impiden la democracia».

Las acusaciones vertidas por la empresaria alemana, evidentemente, «son muy graves y confirman los rumores y sospechas que venían circulando desde hace tiempo». 
En el año 2012, el diario "The New York Times" calculaba que la fortuna del susodicho rey emérito podría alcanzar la impresionante y descomunal cifra de mil ochocientos millones de euros. La revista "Forbes" elevaba esa increíble cantidad de dinero hasta los dos mil millones. Algunas fuentes consideran imposible calcular la cantidad real de esa enorme fortuna debido a su opacidad y al especialísimo estatus de privilegio que envuelve a la Monarquía.

La fortuna de ese rey parece que comenzó a amasarse cuando todavía era príncipe y el anterior jefe de Estado a él –el golpista, brutal y asesino dictador Francisco Franco– ejercía su omnímodo y absolutista poder sobre un país sumido en la indigencia intelectual, en la pobreza económica, en la miseria cultural y académica, en la represión sindical y política, en el control fascista y dictatorial de los medios de comunicación, en la prohibición absoluta de las lenguas vernáculas, en la tiranía obsesiva de un credo nacional católico, en un aislamiento internacional desolador… 
Ese cruel y aborrecible dictador moría el 20 de noviembre de 1975, con su muerte, evidentemente, no desaparecían ni se volatilizaban las instituciones, los organismos, los cargos y todo el entramado fascista que se había construido durante cuatro aborrecibles y abominables décadas. 
El aparato administrativo, judicial, legislativo, ejecutivo, policial, ejército, medios de comunicación afines e imbuidos en el fascismo franquista, la universidad, la enseñanza, el tejido empresarial, el omnipresente poder del nacional catolicismo… todo, completamente todo, seguía incólume, tal y como había sido diseñado para mantener a toda una población alienada, obnubilada y abúlica.

A los dos días del deceso, ante las Cortes Generales Franquistas, Juan Carlos de Borbón era entronizado rey y proclamado jefe del Estado, conforme a las leyes franquistas. 
Solemnemente pronunció «Juro por Dios y sobre los Santos Evangelios, cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino y guardar lealtad a los principios que informan el Movimiento Nacional». 
En su discurso ante los procuradores elogió la imagen del dictador asesino: «una figura excepcional entra en la Historia». 
Al igual que su predecesor se mantuvo en la jefatura del Estado durante casi otras cuatro abominables décadas. 
A la ceremonia acudieron entre otros personajes el despiadado y abyecto dictador chileno Augusto Pinochet.

En ese contexto estremecedor, frío, gris, cruel e inhumano comenzó a forjarse la ingente fortuna del sucesor, en la jefatura del Estado, de aquel despiadado, terrorífico y abominable dictador fascista.

El Estado franquista llegó a un acuerdo con el joven príncipe mediante el cual éste percibiría del Estado entre uno y dos dólares por cada barril adquirido a Arabia Saudí. 
«El economista y catedrático de la Universidad Politécnica de Madrid además de antiguo consejero delegado de Campsa, Roberto Centeno, dio por válida, la mencionada cifra, del "New York Times", y acusó al monarca y a su antiguo administrador, Manuel Prado y Colón de Carvajal, de cobrar comisiones por el petróleo importado por el Estado procedente de países de Oriente Medio –de 1 a 2 dólares por barril– desde finales de la década de 1970». «En 2015 se filtró una conversación, grabada por el Centro Nacional de Inteligencia, donde el empresario Javier de la Rosa afirmaba que el bróker Arturo Fassana, implicado en varias tramas de corrupción y lavado de dinero, «guardó» en algún momento 300 millones a Juan Carlos I». 
Según relataba el mencionado economista, Roberto Centeno, «un petrolero de 200.000 toneladas, lleva en sus tanques entre 1.400.000 y 1.600.000 barriles de petróleo, lo que suponía para la cuenta real del monarca unos dos millones de euros». 
Ese sería el origen de la fortuna que con el discurrir del tiempo no hizo otra cosa que incrementarse.

La irremediable abdicación en su primogénito, sin lugar a dudas, se vio motivada, hace cuatro años, por los continuos e insoslayables escándalos en los que se veía envuelto e involucrado el rey emérito. Su nombré apareció vinculado a la trama Gürtel, a urbanizaciones de superlujo en la República Dominicana, al caso Malaya, a la cuenta Soleado, referente al suizo Arturo Fassana, que gestionaba inmensas cantidades de dinero opaco en diversas entidades bancarias en el país helvético, a las comisiones millonarias compartidas con la mencionada empresaria alemana, Corinna Zu Sayn-Wittgenstein.

Pues bien, a pesar de todos esos antecedentes, del cúmulo de notables irregularidades, de la cantidad de datos que se han ido revelando y haciéndose públicos sobre los opacos, obscuros y nunca jamás suficientemente aclarados posibles medios de enriquecimientos ilícitos por parte del rey emérito de ese país –por ejemplo cuando el 16 de abril de 2012, se hacían públicos tres correos electrónicos escritos por uno de los yernos de Juan Carlos I, Iñaki Urdangarín, y aportados al juez instructor del caso Nóos, José Castro, por el exsocio de Urdangarín, Diego Torres, que implicarían al rey emérito en negocios a favor de su yerno– el juez de la Audiencia Nacional Diego de Egea, atendiendo a la petición formulada por la Fiscalía Anticorrupción archiva el caso conocido como "Carol", relativo a las declaraciones, acusaciones o revelaciones llevadas a cabo por la mencionada empresaria alemana.

Una vez más se blinda y se protege no solamente a una persona, sino a una institución, como se ha hecho tantas y tantas veces a través de esas cuatro abominables décadas de reinado, de quien, deliberadamente, se saltó hasta las propias normas dinásticas, inherentes y consustanciales a su adscripción familiar. Su padre, el Conde de Barcelona, no renunciaría oficialmente a sus derechos sucesorios hasta 1977, dos años después de la entronización de su hijo en 1975 por las Cortes Generales franquistas.

Independientemente de como se resuelva ese caso concreto, el enésimo escándalo que se cierne con dedo acusador sobre el rey emérito, ha llegado el momento y la ocasión de hacer frente a un tema insoslayable, a cualquier estado que se considere mínimamente democrático, como es la restauración del sistema político republicano legítimo y legal; abolido por la fuerza, la violencia desgarradora y la brutalidad inhumana de un cruel golpe de estado.

El Estado español tiene que reconocer cómo se llevó a cabo el despiadado derrocamiento de la II República; igualmente tiene que reconocer la desalmada y violenta barbarie desatada por la dictadura durante cuatro décadas terribles y abyectas. No le queda más remedio que asumir y admitir que la llamada transición fue exclusivamente una dejación histórica, jurídica y humana, imperdonable e inaceptable, en la que se intentó borrar, diluir, olvidar y perdonar todos los crímenes de estado y vulneraciones sistemáticas de los derechos humanos mediante la aprobación de varias leyes durante esos primeros años: un Indulto General, en 1975; una Ley de Amnistía en 1976; otra Ley de Amnistía en 1977; sin tener en cuenta que los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la guerra golpista y genocida y las cuatro décadas de dictadura, no podían ser de ninguna manera barridos de la memoria colectiva ni amnistiados.

Las decenas de miles y miles de víctimas, lógicamente, requieren reconocimiento, atención, ayuda, compensación y reparación. Las gravísimas, espeluznantes e inhumanas vulneraciones sistemáticas de los derechos humanos desde aquel fatídico y abominable 18 de julio de 1936 no pueden quedar de ninguna de las maneras impunes. La justicia, la equidad y la ecuanimidad tienen nuevamente que brillar en el horizonte de ese país.

El análisis, la reflexión, la comparación, el debate y finalmente la restauración de la República no se puede obviar ni impedir por más tiempo, máxime teniendo en cuenta las características sociológicas y políticas que actualmente se dan en ese estado específicamente.

Desde el año 2012 –y ya ha transcurrido más de un lustro– la percepción sociológica por la institución monárquica se ha ido devaluando progresivamente hasta llegar a ser con gran diferencia, sobre el resto de las monarquías europeas, la que mayor rechazo genera entre la población y la menos valorada de todas ellas. 
Ya en el año 2013, un 53% de la población desaprobaba tajantemente la forma en la que se desempeñaba el cargo institucional por parte del monarca, frente a un 42% que lo aprobaba a pesar de todo lo que ya se conocía y había sido divulgado a los cuatro vientos.

En Dinamarca, las encuestas aseguraban que el 77% de los y las danesas se declaraban monárquicos. 
En Noruega, según las últimas encuestas más del 90% de la población respalda a la familia real. 
En Gran Bretaña, la monarquía cuenta con un 85% de apoyo de la ciudadanía. Un 15% de los habitantes del Reino Unido cree que el fin del reinado de Isabel II sería positivo.

En el Estado español, la última encuesta publicada por Ipsos Global Advisor y realizada en 28 países de todo el mundo y publicada este mismo año, en mayo del 2018, «sitúa a la monarquía española como la que menos apoyo recibe por parte de sus ciudadanos dentro de Europa». En ella más de seis de cada diez encuestados se muestran partidarios de un referéndum sobre el modelo de estado: monarquía o república. No hay ninguna comunidad autónoma en la que la ciudadanía se oponga a esa consulta. 
El 80% de los y las catalanas y el 77% de los y las vascas se muestran de manera clara y rotunda a favor de la República. 
La monarquía tiene ya menos del 50% de apoyos y los partidarios de la República han aumentado, de manera que casi igualan a los primeros.

La valoración de los principales miembros de la casa real, sobre un segmento de cero a diez, arroja unas cifras que debieran de sonrojar y avergonzar a los directamente afectados y hacer reflexionar e impeler a los poderes públicos a la proclamación de un referéndum sobre la desacreditada y desprestigiada institución: Felipe VI obtiene 5,7; la reina Letizia 3,8; el rey emérito 3,2.

La institución monárquica es una pesada, anacrónica y obsoleta forma de gobierno que gravita como una inconmensurable y descomunal losa sobre las cabezas de las personas que habitan ese Estado al sur de los Pirineos.

La monarquía fue restaurada bajo los expresos designios de un brutal, despiadado e inhumano gobierno fascista, concretamente por Francisco Franco, apoyado jurídicamente en una ley franquista, redactada ad hoc, la Ley de Sucesión en la Jefatura de Estado de 1947. Veintiocho años después, en 1975, se materializaba el esperpento y Juan Carlos de Borbón accedía a la jefatura de Estado tras jurar los principios fundamentales del movimiento nacional católico del fascismo hispánico. Curiosa y sorprendentemente transcurrido sólo tres años, la misma persona sancionaba, tras haber sido aprobada y ratificada, la Constitución de ese estado en 1978.

Con 37 años, el rey emérito juraba lealtad, ante las Cortes Generales franquistas, a los inamovibles principios fundamentales del movimiento, para que el franquismo continuase como forma inextinguible de gobierno, y a los 40 años se convertía en adalid y paladín de la democracia, sancionando la «sacrosanta» constitución de ese Estado. ¿Qué fenómeno psicosociológico se pudo dar para que prácticamente no solo él, sino todos los cuadros dirigentes, organismos e instituciones fascistas –desde los niveles inferiores hasta las escalas más altas, se transformasen de una forma muchísimo más espectacular, llamativa e increíble que el propio protagonista de "La metamorfosis" de Kafka– de la noche rasgada, cruel, brutal e inhumana del asesinato de Federico García Lorca a una mañana reconvertida en una feliz y democrática arcadia? 
La explicación no se puede encontrar en el ámbito de la psicosociología, sino en el de la miserable ingeniería política.

La Monarquía como forma sociopolítica de organización de una comunidad nacional es totalmente arcaica, obsoleta y ajena al discurrir actual de las sociedades del S. XXI. 
Esa nefasta y aborrecible institución hunde sus raíces en los mismísimos albores de las grandes civilizaciones de la humanidad: Mesopotamia, Egipto… Su génesis puede remontarse más allá de 4.000 años a.C. 
Independientemente de que se llamasen zares, emperadores, reyes sultanes, califas, todos ellos tenían unas características primigenias muy similares: divinas (representantes de los dioses en la tierra), absolutistas ( ejercían el poder omnímodo en todos los ámbitos sociales). 
Las personas que actualmente pueblan el planeta tierra nada tienen que ver con aquellos seres humanos que vivieron hace 6.000 años, súbditos, lacayos, siervos, vasallos…, sin ningún tipo de formación ni educación ni posibilidad de acceder al conocimiento; personas encadenadas a los despóticos, tiránicos y despiadados avatares de sus gobernantes.

¿Qué sentido puede tener seguir manteniendo semejante institución milenaria cuando aquellos antiguos siervos se han transformado, gracias al Renacimiento, al Humanismo, al Siglo de las Luces, a la cultura, a la educación universal…, en ciudadanos y ciudadanas altamente formadas, libre pensadoras, reflexivas, analíticas, con altas competencias y capacidades de discriminación, selección y volutivas?

La Monarquía es una institución anacrónica, perteneciente a un pasado obscuro, opresivo, terrible y brutal de épocas pretéritas. Un sistema de gobierno en inexorable desaparición y extinción. La ONU reconoce la existencia de 201 estados, de éstos solamente 22 mantienen aún, en el S. XXI, obsoletas monarquías.

La restauración de la monarquía en el Estado español constituye una auténtica excepcionalidad en el entramado jurídico, político e histórico de Europa, ya que es el único país donde se restablece una monarquía mediante la decisión de un gobierno dictatorial y fascista. 
Todo el entramado legislativo, sociológico, político, militar, económico, policial, nacional católico…, intentó mediante la Constitución de 1978, en vano, dar un carácter democrático, de plebiscito, de refrendo popular… a la instauración de la monarquía nuevamente en ese país; algo absolutamente imposible dadas las condiciones de partida y el contexto sociopolítico en el que se fraguó, se diseñó y se redactó esa Carta Magna que, por ejemplo, no pudo ser votada por dos millones de personas, en aquel año de 1978, por el simple hecho de no tener 21 años cumplidos. 
La presión franquista y dictatorial llegó al extremo de imponer una ley del año 1945, considerada fundamental, de aquel atroz y aborrecible sistema fascista: Ley del Referéndum Nacional, cuyo artículo 2, disponía que «el referéndum se llevará a cabo entre… mayores de 21 años».

Actualmente, la inmensa mayoría de las personas que habitan ese país, según estadísticas del año 2016, no pudieron, por razones obvias de edad, participar en el susodicho referéndum sobre la Constitución de 1978. Ellas representan el 77’37% de la población; solamente un 22’62% pudieron participar en aquella votación.

Por lo tanto esa bandera constitucional que se agita violentamente y como un descomunal ariete contra las legítimas aspiraciones de las naciones sin estado de Hispania, es ilegítima y representa exclusivamente a menos de la cuarta parte de la ciudadania del mencionado país.

Ha llegado y se ha materializado la ineludible y urgente necesidad de restaurar la III República y una Constitución republicana, mediante un sistema electoral libre, transparente, sin injerencias, sin presiones y mediante una democracia eficazmente participativa, en la medida que esa legítima, loable y deseable aspiración pueda materializarse en su total integridad.

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