César Manzanos Bilbao

Víctimas mortales de la cárcel

Tras estas muertes existen crónicas y relatos encubiertos que tienen un denominador común: haber sido provocadas por la desidia burocrática, la desatención sanitaria, el retraso en su hospitalización o excarcelación, en una intervención quirúrgica o en la aplicación de un tratamiento médico especializado.

La Asociación de Funcionarios de Prisiones Unidos, hacen público y denuncian a través de "Necrológicas SOSprisiones" qué desde el 1 de diciembre de 2018 hasta el 14 de abril, en tan solo 4 meses, 69 personas han «fallecido» en las cárceles españolas. Este sangrante, ocultado y grave goteo de muertes dentro de las cárceles es mayoritariamente de personas jóvenes que mueren por motivos no naturales, muchas en aislamiento. Recogen la macabra descripción de los métodos finales que han desencadenado estas muertes: suicidios, ahorcamientos, ingesta de fármacos o «ingesta de pilas» o supuestas sobredosis. Nada más y nada menos que una persona muerta cada dos días. No sabemos a qué intereses responde esta denuncia, pero nos alegramos de que el funcionariado de prisiones se ocupe de hacer visibles estas muertes, más allá de sus reivindicaciones laborales.

La buro-represión es una forma de violencia institucional que opera con dispositivos administrativos cuyo resultado final provoca que personas privadas de libertad bajo custodia estricta de la administración, y por tanto quien tiene la responsabilidad sobre sus vidas, paradójicamente pierdan la vida sin verdugos aparentes en instituciones del Estado. Es decir, lo que podemos denominar, «mediante la aplicación extrajudicial de la pena de muerte», la omisión del deber de socorro e incluso la negación de la víctima.

Efectivamente durante hace demasiado tiempo, son miles las personas que han muerto, mueren y morirán dentro de la cárcel o, nada más ser excarceladas, para que mueran fuera y no engorden aún más las desorbitantes tasas de muertes en las prisiones españolas. Según los datos de los que disponemos, la mayoría de fuentes oficiales, en los últimos 40 años, más de 15.000. Tal y como hemos venido denunciando, muchas de ellas en condiciones de aislamiento y desesperación, la mayoría por motivos no naturales. Además, son sobre todo muertes de personas jóvenes, de personas enfermas y, en su práctica totalidad, muertes no investigadas por las autoridades políticas, administrativas o judiciales.

Tras estas muertes existen crónicas y relatos encubiertos que tienen un denominador común: haber sido provocadas por la desidia burocrática, la desatención sanitaria, el retraso en su hospitalización o excarcelación, en una intervención quirúrgica o en la aplicación de un tratamiento médico especializado, así como la incorrecta aplicación de los protocolos ante enfermedades infecto contagiosas, problemas de enfermedad mental que provoca la prisionización, o en los casos de riesgo de suicidio ante la desesperación que provoca el encierro.

Mientras, algunos célebres y malparados familiares de las víctimas de delitos mediáticos se autootorgan la representación de las presuntas víctimas del mundo entero. Piden ávidos de venganza y empapados de resentimiento, cuando no abducidos por intereses espurios ajenos totalmente a un deseo de reparación, la aplicación de la prisión permanente y su ampliación a nuevos supuestos, para los autores últimos de barbaridades que jamás se previenen, tratan y erradican recurriendo a la prisión, y al final, se convierten en lo mismo que quienes perpetraron esos execrables actos. Parece ser que las víctimas de la cárcel y sus familiares, es decir, de la buro-represión estatal son víctimas de segunda clase a las que se puede ignorar, ningunear y negar en relación con las víctimas de hechos delictivos que se dan fuera de la esfera institucional y que no dejan de ser repudiables.

Basta ya de hipocresía. El dinero y el odio no pueden gobernar nuestras vidas. Para comenzar a edificar un sistema de justicia que se fundamente en la prevención y lucha contra la criminalidad podemos comenzar respondiendo a preguntas fundamentales que, por desgracia, el discurso y la práctica criminológica oficial, que viven y se lucran gracias a su visión y gestión del delito, se dedican a ocultar:

¿Por qué en prisión están los autores últimos de presuntos hechos delictivos a los que otros indujeron o provocaron, están fundamentalmente chivos expiatorios o cabezas de turco? ¿Por qué las policías se dedican casi siempre a perseguir a los autores de delitos comunes y no a investigar los delitos mayores que solo excepcionalmente son percibidos, procesados y penalizados? ¿Por qué interesa potenciar la industria carcelaria que nos cuesta 30.000 euros anuales por plaza de la que vivimos muchas empresas y particulares a costa de encerrar y abandonar, cuando no exterminar a personas excluidas?, etcétera.

Demasiadas preguntas sin plantear que provocan el que la criminalidad real y con mayúsculas haya convertido nuestras sociedades en estructuras que conviven y se reproducen gracias al ilegalismo y a la impunidad frente al delito amparada por la inexistente la seguridad jurídica. Si somos incapaces tan siquiera de garantizar el derecho a la vida de personas que están bajo custodia del Estado ¿cómo vamos a garantizar los derechos fundamentales del resto de la ciudadanía?

Resulta fundamental coordinarse para obligar al Estado a investigase, para tratar de detener este genocidio carcelario, desenterrar, abrir procesos judiciales, así como coordinar los interpuestos a lo largo y ancho del Estado por algunas de las familias de las víctimas. Es una tarea urgente y prioritaria en el ánimo de hacer visibles los crímenes de Estado, esclarecer responsabilidades, establecer dispositivos para que esto no ocurra y, sobre todo, brindar apoyo psicosocial a estas miles de víctimas de la violencia ejercida por el Estado que no solo no son reconocidas, sino que son ignoradas cuando no criminalizadas.

Además, tan urgente y necesario es crear un modelo de seguridad pública y de prevención y lucha contra el delito que no se rija por criterios clasistas, racistas y sexistas. No nos olvidemos que uno de los principales impedimentos para garantizar la seguridad, y combatir la delincuencia, es el propio sistema policial y penal cuya función es garantizar la seguridad del Estado y de las élites de poder que lo controlan y no la seguridad de las personas.

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