Fran Espinosa
Concejal por Cambiando Huarte/Uharte Aldatuz

Vox o el paroxismo de Laclau

Si hay algo que distingue sobremanera al populismo de Vox del populismo de Podemos (el populismo consiste en convertir al «pueblo» en actor político) es el absoluto desprecio del partido de Abascal por los derechos humanos (de las personas migrantes, de las mujeres, de la infancia, de los colectivos LGTBI, de las minorías…) y quizá el mayor logro de la formación morada hasta la fecha haya sido frenar la extensión de la extrema derecha en la península Ibérica, en una etapa en que los movimientos ultranacionalistas y supremacista se estaban colando en muchos parlamentos y gobiernos europeos.

Ciertamente, la vigencia del pensamiento político de Ernesto Laclau en la segunda década del siglo XXI a lo largo y ancho de todo el territorio del Estado es innegable.

Si en un primer momento fue Podemos quien supo encarnar con éxito las ideas del filósofo argentino (e intelectual de cabecera de Iñigo Errejón), ha sido, sin embargo, Vox quien ha llevado al paroxismo el concepto de «significante vacío», concepto que, en palabras del propio Laclau, se define como «un significante sin significado»; es decir, un significante cuyo significado se construye a través del discurso, del relato.

Para ilustrar el caso que nos ocupa –no puede ser de otra manera– tomaremos de punto de partida el término «patria» o, mejor aún, «España». Es evidente que en el Estado español existen muy diferentes ideas sobre qué significa «España», pero la que ha hecho fortuna entre el electorado de Vox es una entelequia que se remonta a don Pelayo, rellena de ingredientes tales como «la indisoluble unidad de la nación», la bandera, la monarquía, los toros, la caza, el nacional-catolicismo, la Semana Santa, el machismo, el racismo y un largo etcétera de tópicos españolistas que incluyen desde el dictador Franco hasta Manolo Escobar pasando por la tortilla de patatas y el cocido madrileño.

En su concepto de «país» poco importa la realidad socioeconómica, lo que sí que marca la diferencia para los «Voxecitas» es esa manera de entender España a partir de una extensión de su propio ego, ego que elevan, por tanto, a la categoría de país. Su ADN es «España» y llevan en la sangre la obligación generacional de representar al conjunto de los españoles (menos a las españolas, pues no olviden a Orwell cuando, en su imprescindible "Rebelión en la Granja", puso en boca de los cerdos aquello de «todos los animales somos iguales, pero algunos más que otros»). El «Voxesimo» (no confundir con los fans de Miguel Bosé) ha estableciendo una frontera nítida entre los amigos de la patria (los que «aman a España») y los enemigos (extranjeros, independentistas, feministas, perro flautas…) y, para más inri, en la configuración de bloques, cuentan con Dios de su parte.

Si hay algo que distingue sobremanera al populismo de Vox del populismo de Podemos (el populismo consiste en convertir al «pueblo» en actor político) es el absoluto desprecio del partido de Abascal por los derechos humanos (de las personas migrantes, de las mujeres, de la infancia, de los colectivos LGTBI, de las minorías…) y quizá el mayor logro de la formación morada hasta la fecha haya sido frenar la extensión de la extrema derecha en la península Ibérica, en una etapa en que los movimientos ultranacionalistas y supremacista se estaban colando en muchos parlamentos y gobiernos europeos (Italia, Francia, Dinamarca, Polonia, Hungría, Noruega, Suecia, Finlandia…). Mas, de acuerdo con el refrán y siguiendo con las metáforas porcinas, a cada cerdo le llega su San Martín.

Walter Benjamin escribía en el periodo de entreguerras que es en las encrucijadas históricas, en esos periodos en que «lo viejo no acaba de marcharse y lo nuevo no termina de llegar», donde suelen aparecen los monstruos. Él se estaba refiriendo a Hitler, a Stalin, a Mussolini o a Franco, pero su vaticinio continúa vigente en la actualidad y es extensible a engendros políticos de la talla de Trump, Salvini, Le Pen, Bolsonaro, Maduro o Kim Jong-un, selecto club de «locos armados», al que ahora aspira a sumarse, pistola en mano, Santiago Abascal.

En cuanto a la previsible entrada en el Parlamento navarro de más fuerzas reaccionarias en la próxima legislatura, podemos llegar a encontrarnos con una cámara foral en la que sean hasta 5 los grupos de derechas que campen por allí (UPN, PP, Vox, Ciudadanos y Geroa Bai), lo que sin duda va a perjudicar los intereses generales de la clase trabajadora (como decía Nicolás Redondo padre «no hay mayor tonto que un obrero que vota a la derecha»).

Lo que sí que resulta evidente es que la izquierda autóctona (si es que al PSN, a Podemos, a IE y a EH Bildu se les puede seguir considerando de «izquierdas» y, por consiguiente, fuerzas con capacidad, más allá de acompañar al sistema, para transformarlo) no posee estrategia de respuesta ante los 100.000 Hijos de San Luis, que, recordarán ustedes, ya fueron recibidos como libertadores en 1823 por el «pueblo español» al grito de «¡Arriba la religión y la Santa Inquisición!» y de «¡Vivan las cadenas!». En fin, todo muy cañí.

Verán como, al final, si no somos capaces de construir poder municipal independiente, y cuando no exista posibilidad de retorno, los partidos progresistas terminarán cantándonos aquel hit de Gabinete Caligari: "La culpa fue del chachachá". Y es que, o nos ponemos manos a la obra desde nuestros pueblos para frenar a los fachas o, parafraseando a Golpes Bajos, me temo que se avecinan «malos tiempos para la lírica», mientras las hordas neofalangistas entonan cada vez con más fuerzas el gran éxito de Amaral «Moriría por Vox» (versión moderna del himno legionario "Soy el novio de la muerte").

Parece que la gran noticia que nos dio Arias Navarro el 20 de noviembre de 1975, «Franco ha muerto», se está tornando en «Franco ha vuelto». Y aunque el Caudillo está, por desgracia, de moda hoy de nuevo, sí se puede, compañeras y compañeros de lucha contra el fascismo, sí se puede.

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