Sabino Cuadra Lasarte

Y dijo Yahvé a Netanyahu, su profeta

Y dijo Yahvé a Netanyahu, su profeta: «La tierra que hoy ocupáis es la que yo os prometí, porque fuisteis el pueblo elegido por mí para su goce y no ningún otro. Suelo sagrado para honrar mi nombre y no para ser hollado por quienes veneran falsos dioses. Por esta razón, debéis separar de raíz la cizaña del grano, para que la cosecha sea buena en esta tierra y, al igual que yo, vuestro único dios, envié contra el reino del faraón siete plagas para forzarle a liberaros de la esclavitud, vosotros también debéis ahora lanzar sobre quienes han ocupado este suelo sagrado cuantas sean necesarias para hacerlas retornar a su ser natural. Que sean así destruidas sus casas, sus mezquitas, sus iglesias, sus hospitales y sus escuelas. Arrasar también, sin que quede piedra sobre piedra, sus pueblos y ciudades. Destruir sus fuentes y huertas, molinos y mercados. Matar a sus animales, a sus asnos, cabras, ovejas y vacas. Y cuando lleguéis a la última plaga, la de dar muerte a los primogénitos de cada familia, como hice yo en Egipto, no os conforméis con eso, sino acabar también con cuantos niños y niñas, ancianos y ancianas, enfermos y heridos ocupen estas tierras». Y Netanyahu, tras escuchar la palabra de Yahvé, se puso a la labor.

Quizás a alguien le pueda parecer lo anterior un tanto exagerado, pero no es así. Pocos días después de iniciarse el ataque israelí sobre Gaza, Netanyahu lo equiparó públicamente con el ordenado por Yahvé contra los amalecitas hace ya miles de años: «Atácales y destruye totalmente todo lo que les pertenece: no los perdones. Mátenlos, tanto a hombres como a mujeres, infantes y lactantes, bueyes y ovejas, camellos y burros». Y el ministro de Defensa del Gobierno de Netanyahu justificó lo anterior afirmando que «estamos luchando contra animales humanos», equiparando así a la población palestina con los homínidos previos al homo sapiens, es decir serían así simples primates hominoideos, cuando no meros semovientes.

Por su parte, Orit Strock, ministra de Asentamientos (ilegales) y Misiones Nacionales ya había afirmado antes incluso del ataque de Hamas que «no sé cuanto tiempo nos tomará pero la franja de Gaza es parte de la tierra de Israel y algún día tendrá que volver a ella». Dudas temporales estas que parece se resolvieron pronto, pues pocos días después Ben Gvir, ministro de Seguridad Nacional, propuso fomentar los asentamientos en la franja de Gaza y forzar a los palestinos a una «migración voluntaria», ya que esto «¡Es moral!, ¡Es racional!  ¡Es lo correcto! ¡Es la verdad! ¡Es la Torá y el único camino! ¡Y sí, también es humanitario!»: Yahvé lo quiere, hagamos su voluntad.

Pero hablemos también de lo de aquí, de nuestros propios ministros. El de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación, José Manuel Albares, tras la toma por parte de Israel del paso fronterizo de Rafah, afirmó que «la ayuda humanitaria tiene que poder entrar ya, sin esperar un minuto más, sin obstáculos», añadiendo que: «35.000 palestinos muertos son más que suficientes».

Sí, lo que has leído. Parece darse a entender así que quizás 5.000, o 10.000, o 20.000 palestinos muertos podrían ser justificables o razonables dentro de ese derecho israelí a la defensa bendecido y defendido por el Gobierno español. En esta medida, el ministro debería aclarar un poco más lo anterior y, a la par, señalar también qué cantidad de casas, escuelas, hospitales, mezquitas, iglesias, calles y sedes de ONGs y de la ONU destruidas serían necesarias para poder poner un límite a la agresión israelí.

El ministro Albares es sabedor además que lo que ahora está ocurriendo es la historia que desde 1948 está viviendo el pueblo palestino en su propio país: expulsión de sus habitantes, ocupación y colonización de sus tierras, negación de sus derechos plenos de ciudadanía, construcción ilegal de asentamientos, levantamiento de muros de apartheid, violación continuada de los derechos humanos..., hechos estos que han merecido el rechazo y condena de la Asamblea General de la ONU, cuyas resoluciones se las ha pasado siempre por el arco del triunfo el Estado israelí.

El Código de Hammurabi, escrito hacia el año 1.750 a. C., recogió entre sus leyes la que siglos después sería denominada como Ley del Talión: «ojo por ojo, diente por diente». Gandhi dijo de ella que su aplicación solo conduciría a que todo el mundo acabe ciego y desdentado. Mucho más grave aún cuando, como sucede con Palestina, además del ojo y el diente le arrancan a un pueblo todos sus miembros, órganos y sustentos vitales (tierras, aguas, recursos...)., condenándole a su propia desaparición. En definitiva, eso que se denomina genocidio, definido por ONU como aquel delito que es «perpetrado con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso».

Desde la creación del Estado de Israel, en 1948, su historia ha estado jalonada de expulsiones, ocupaciones y represión para con la población palestina presente en esas tierras desde hace varios miles de años. Paralelamente, este estado se ha mofado de cuantas resoluciones condenatorias han sido dictadas en el marco internacional (ONU) e, incluso, incumplido flagrantemente los acuerdos por él suscritos (Oslo). Israel solamente reconoce una ley: la Torá es el único camino, ha dicho el ministro Ben Gvir.

El Estado de Israel se ha conformado así como un régimen teocrático, déspota, xenófobo y criminal para con el pueblo palestino. Parejo a ello ha quedado demostrado hasta la saciedad que atajar lo anterior exige por parte de cualquier estado que afirme asentar su política internacional en la defensa de los derechos humanos algo más que declaraciones y huecas resoluciones. Es preciso por ello romper todo tipo clase de relación diplomática, comercial, armamentista, cultural, deportiva con este régimen criminal porque, a día de hoy, continuar con una política de mero palabrerismo y pasividad no es sino pura complicidad con este genocidio.

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