Iñaki Egaña
Historiador

Y, ¿si Hitler hubiera ganado?

Imaginemos por unos instantes que la ofensiva de la Alemania nazi en 1939, liderada por Hitler, hubiera conseguido sus objetivos totalitarios. Que el desarrollo de la que llamamos Segunda Guerra mundial hubiera sido otro. Que la URSS, hoy desmembrada en Rusia y los estados de su antigua federación, no hubiera resistido el asedio a Moscú, que la batalla de Stalingrado hubiera tenido otro signo. Que el desembarco de los Aliados en Normandía en 1944 hubiera sido un fiasco.

Nada de lo que he citado sucedió. Pero puestos a suponer, imaginemos una victoria de Hitler, de su estado, de su filosofía aria y de su dinámica política. El poder militar sobre el planeta, la dominación del ritmo político a través de sus nuevas intervenciones armadas, el control del dinero, la uniformidad nacional, la eliminación del débil, del otro, la cultura de la estética, la sublimación de las élites.

Nada de aquello ocurrió. ¿O por el contrario se produjo una victoria por otros cauces? Hace apenas un par de años, el estratega ruso Valeri Gerasimov, general de su Estado Mayor, ofreció una conferencia de las que marcan época. Tanto que desde entonces se habla de la ‘Doctrina Gerasimov’. En síntesis, el general venía a decir que en los conflictos contemporáneos es «cada vez más frecuente que se dé prioridad a un uso conjunto de medidas de carácter no militar, políticas, económicas, informativas y de otro tipo, que se ponen en práctica con el sostén de la fuerza militar».

Un conjunto de medidas que arriman los objetivos por métodos que ahora parecen no tradicionales, es decir, evitando, en algunos escenarios, la confrontación militar. Pero los resultados por una u otra vía, asimétrica o militar, son los mismos. Y ¿cuál era la apuesta política y social de Hitler? ¿En verdad sus objetivos no se han acercado?

Dicen que hasta 11 millones de judíos, comunistas, homosexuales, gitanos, discapacitados, prisioneros… fueron exterminados por los nazis o murieron en detención por enfermedades como la tuberculosis, el tifus o el cólera. El ocaso de la alteridad. La negación y eliminación física del otro. Había sucedido en otras ocasiones de la historia, pero no con semejante magnitud. Únicamente comparables a los genocidios originados por las ocupaciones coloniales de España, Inglaterra y Francia.

Hoy, Naciones Unidas, a través del PMA (Programa Mundial de Alimentos), anuncia que la ayuda alimentaria mundial está en el nivel más bajo de las últimas décadas, a pesar de que las necesidades son las mayores de ese período. Decisiones políticas lo avalan. Prioridades de los estados. Cada día mueren 24.000 personas no arias en el mundo por hambre. 11 millones en 450 días, aproximadamente. Los mismos fallecidos del Holocausto.

Durante la Segunda Guerra mundial, hubo un total de 7 millones de prisioneros, la mayoría soviéticos. Hoy la población reclusa mundial alcanza a 23 millones de personas, 2,3 millones en Estados Unidos. Es cierto que la población mundial en este lapso de tiempo ha aumentado. De 2.600 millones a los cercanos 7.000 millones actuales. Pero en tiempos de Hitler, el 35% de la población vivía en países desarrollados. Hoy, el descenso es notable. El 21% residimos en países de abundancia y el 79% en estados pobres, algunos de solemnidad.

Los gastos mundiales anuales en armamento se acercan a 1,8 billones de dólares, de los que un tercio corresponde a EEUU. Un 2,5 del PIB global. Jamás el mundo ha dependido tanto de las empresas militares, jamás matar ha significado semejante negocio. La Alemania nazi dedicó 270.000 millones de dólares a la guerra mundial. EEUU 340.000 millones. Mucho menos, incluso en proporción, de lo que dedican ahora.

Las élites económicas mundiales cada vez están más concentradas en unas pocas manos. La redistribución de la riqueza es una falsedad. Alemania sacó adelante su proyecto económico de Unión Europea, impuso su moneda, su banco y sus instituciones. Y echó a los tiburones incluso a aquellos que no significaban una molestia especial. Grecia el más reciente. La concentración de la riqueza alemana se ha realizado a costa de la pobreza periférica de su imperio.

La estrategia nazi de anticipar territorios y modificar mapas no ha dejado de avanzar. En la guerra de los Balcanes, en Ucrania. Hungría, Eslovenia, Bulgaria, Moldavia… son escenarios donde el aparato alemán desplega toda su potencia, no sólo económica, también militar. Una guerra híbrida sin nombre. Si a ello añadimos su principal aliado contemporáneo, Washington, el panorama es más sombrío aun.

La Alemania hitleriana abrió campos de concentración, de exterminio. Cámaras de gas. Hoy, repartidos por el mundo, los campos de reclusión al aire libre no han desaparecido. Se han multiplicado. En Talakovkoy, en Gaza, en Guantánamo, Idomeni, Lampedusa, Urfa, Laogai, Dadaab, Calais, Yodoc, Kara Tepe… No sólo esos campos, sino también esos centenares de centros que se extienden por la Unión Europea, llamados con eufemismos como «retención de extranjeros» (CIEs en España) o de «retención administrativa» (CRA en Francia), el más cercano en Hendaia.

Este asesinato en masa, silencioso pero continuo, tiene un gran soporte mediático, fruto de la concentración de la información en manos de unos pocos. Tal y como Goebbels logró mantener un potente y rígido aparato de propaganda, las tendencias actuales sugieren un escenario muy similar. ¿Medios de comunicación o medios de propaganda?

Seis grandes grupos de «comunicación» controlan el mundo, sus diarios, las agencias, televisiones, los motivos, formando una gran disposición a la opinión única, a la información virtual, que cada vez resta más colores a la diversidad. El descarrilamiento de un tren en Hamburgo, el cumpleaños de un ladrón de guante blanco, ocupan portada, mientras que la tragedia de 500 ahogados en el Mediterráneo (somalíes y etíopes, a fin de cuentas razas de ínfima categoría en el inventariado humano), apenas una línea.

El control mediático se ha trasladado también a la cultura. A esa cultura de la estética que recoge en su seno lo más depravado de la condición humana, la cultura como propaganda. Uniforme, clónica. Una cultura que se convierte en el tercer gran pilar de la economía de los países desarrollados, junto a la armamentística y a la farmacéutica.

Que avala con sus modelos arios, rubios, de eterna juventud, de refugios paradisiacos, con su publicidad siempre engañosa, un entorno que no existe. Que es continuamente manipulado. Una mentira repetida mil veces se convierte en verdad, máxima de Goebbels. Y eso es lo que sucede precisamente. Seguimos los caminos denunciados por Chaplin, Orwell o Bradbury. Únicamente ese 15% de la humanidad tiene derecho a la vida. Al espectáculo de la vida.

Gerasimov ha vuelto a elevar el interés entre las empresas de anticipación con su último trabajo, hace unos días: «La falsificación de los acontecimientos, la limitación de la actividad de los medios de información, se convierten en uno de los métodos asimétricos más eficaces para la conducción de las guerras. Su efecto puede ser comparable a los resultados de un uso masivo de tropas».

Infantería, aviones no tripulados, misiles, incursiones electrónicas y electromagnéticas… colman los escenarios de conflicto, de guerra. A la par, sin embargo, sigilosamente, una gran guerra, que alguien ha tenido al atrevimiento de llamar Tercera Guerra mundial, probablemente con acierto, abarca la escena planetaria. En unas zonas con mayor intensidad que en otras.

Los efectos, letales. La tragedia que impulsó Hitler y sus seguidores contra la humanidad ha sido superada con creces. Humana y estadísticamente. Lo más sangrante de esta crónica reside en que también sus objetivos políticos, económicos, sociales y culturales, van camino de alcanzarse.

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