Sonia Cuesta Clemente
Activista de Ongi Etorri Errefuxiatuak

Yo no quiero volver a la normalidad

Tenemos por delante un desafío de proporciones históricas. Una opción, la que defienden los actuales lideres políticos y económicos, es seguir como hasta ahora, para lo que habrá que abandonar a muchísimas personas en el camino (pensionistas, precarias, paradas, emigrantes, dependientes, y personas sin recursos). La otra opción es participar todas en el diseño de un nuevo sistema.

Llevo veinte años en el movimiento ecologista. Veinte años en los que los pasos hacia delante, nos han costado muchos esfuerzos. Hay quien piensa que hemos mejorado nuestra calidad de vida, pero si analizamos con rigor, veremos que no es del todo verdad. Que vivimos más años, es cierto, pero, ¿a qué precio? De la misma forma, hay cada vez mas personas afectadas por enfermedades crónicas, muchas directamente causadas por un modo de producir y consumir altamente insalubre, pero que dispara los beneficios de las empresas farmacéuticas.

Cada vez hay más problemas ambientales, y hasta los niños saben que ello tiene mucho que ver con nuestro sistema económico y político. Un sistema que persigue un crecimiento continuo en la utilización de materiales y energía, lo que es absolutamente imposible en un planeta cuyos recursos finitos, hace mucho comenzaron a agotarse. Pero un sistema que nos empuja a consumir sin límites, con el engaño de que quien más consume (gasta) es la persona más feliz y triunfadora. Y que para ello, convierte en mercancía (adquirible con dinero) algo tan sagrado como el cuidado de nuestros mayores.

Vivimos una «normalidad» económica que se basa en producir, comprar y tirar. Y uno de los efectos de ese irracional sistema es que producimos más basuras de las que podemos gestionar sin dañar el entorno, por lo que hasta ese déficit de sentido común va a ser utilizado como nicho de negocio por los emprendedores privados... con más amigos en el Gobierno. Zaldibar o Zalla son solo un par de ejemplos.

Nuestro planeta lleva tiempo lanzando avisos (quejas), desde el calentamiento global, hasta el agujero en la capa de ozono, o desde las catástrofes climáticas, hasta la aparición cada vez más frecuente de determinadas pandemias. Los millones de personas que se ven obligadas –y cada año son más– a emigrar de sus países para poder sobrevivir, son las victimas más evidentes de este malestar global. Esta ha sido nuestra «normalidad» en los últimos cincuenta años, y parece sensato aprovechar este momento de dolor compartido, para decidir si lo que queremos (y sobre todo necesitamos) es regresar a esa época de injusticias y desigualdades. ¿Hay, de verdad, alguien que piense que esto se va a arreglar con mas vacaciones en Londres o el Caribe, mientras elevamos la altura de las vallas antiemigrantes en Melilla o el puerto de Santurtzi?

Tenemos por delante un desafío de proporciones históricas. Una opción, la que defienden los actuales lideres políticos y económicos, es seguir como hasta ahora, para lo que habrá que abandonar a muchísimas personas en el camino (pensionistas, precarias, paradas, emigrantes, dependientes, y personas sin recursos). Serán los «inevitables» daños colaterales de este desastre anunciado. La otra opción es participar todas en el diseño de un nuevo sistema, que poniendo las vidas de las personas (esto es, los Derechos Humanos) por encima de la economía y de los mercados, nos permita conservar el planeta, como la casa común que es.

Para ello necesitamos recuperar todos los equilibrios naturales que llevamos décadas destrozando. Y eso requiere para empezar, contención y modestia, que nos ayuden a buscar nuestro verdadero encaje con el resto de la vidas, vegetales y animales con las que compartimos planeta. No somos dioses, pero tampoco los necesitaremos, si sabemos colaborar.

Estamos pues en un buen momento para hacer de la necesidad virtud, y extraer enseñanzas de este situación de excepcionalidad que estamos viviendo. En palabras de Yayo Herrero: «La vigente excepcionalidad nos ofrece un corto minuto de luz para dejar al descubierto los monstruos que habitan la (odiosa) normalidad: los recortes en la sanidad; las residencias en las que las personas mayores esperan la muerte y quienes les cuidan están explotadas; obispos que rechazan un ingreso mínimo vital y se preocupan más por que la gente viva subsidiada que por el hecho de que no vivan o vivan mal; la patronal del agua que pide abiertamente poder cortar el agua a la gente confinada; un goteo de informes que van mostrando la correlación entre la mayor virulencia y letalidad del coronavirus y el hecho de vivir en lugares en los que de forma prolongada se ha respirado aire contaminado; personas que viven en infraviviendas, que tienen dificultades para comer; gente que vigila desde el balcón, que señala, denuncia, odia; y unos pocos que hacen caja electoral o económica con la mentira o el odio que provocan».

Esa es la normalidad a la que nos quieren devolver. Y nuestra respuesta es: No queremos volver a la normalidad, porque la normalidad es el problema.

¡Justicia ambiental!

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