Yo soy así
El juez Adolfo Carretero se defendía de la apertura de una diligencia informativa debida al trato dispensado a la actriz Elisa Mouliaá, aludiendo a que él era así. Debemos entender que su tono asimétrico, de colegueo con Errejón y de hostigamiento hacia Mouliaá, es por su naturaleza y no por su machismo. Y parece que tampoco entra dentro de su ser y, sobre todo, de sus competencias profesionales, estar al día de las directrices que marca la guía de buenas prácticas del CGPJ para la toma de declaración en casos de violencia de género para evitar la revictimización de las víctimas. Parte de las indicaciones que subraya son que: «la víctima tiene derecho a no sentirse humillada de nuevo», «toda víctima tiene derecho a recibir un trato respetuoso y profesional» en el juzgado o «no se debe cuestionar la veracidad de lo que se cuenta», hacerlo sería un «maltrato institucional». Además, la Ley de Enjuiciamiento Criminal, en su artículo 436, advierte de que «el Juez dejará al testigo narrar sin interrupción los hechos sobre los cuales declare, y solamente le exigirán las explicaciones complementarias que sean conducentes a desvanecer los conceptos oscuros o contradictorios».
La revictimización que sufren las mujeres en los juzgados tiene que ver con la falta de credibilidad fundacional que se nos imputa. Se nos exige denunciar para dar credibilidad a los hechos, pero es que los hechos relatados por las mujeres siempre carecen de veracidad para una parte significativa de la sociedad. Las mujeres tienen que justificar su punto de mira, sus experiencias vitales, porque su palabra no basta para saber exactamente qué les pasó. Y precisamente es esto lo que reclamamos, que nuestros relatos no solo sean escuchados, sino creídos para ser atendidos y a partir de ahí, y solo a partir de ahí, se pueden investigar los hechos. Sin credibilidad no hay hechos que investigar, solo un relato hueco, sin valor ni significado. Dicen que las mujeres actuamos por despecho, por maldad, mientras que con los hombres nunca se sabe por qué actúan ya que el foco ni les roza. Es más, las víctimas, como bien refleja el juez Carretero, deben saber la intencionalidad de los agresores. Como indicaba, no es que haya que creer sin reservas, es que la labor de un juez es indagar y no hostigar. Si de la ecuación eliminamos la desigualdad, la socialización en género para la asimetría de poder, no nos queda nada. Ninguna base para comprender al sistema patriarcal, ni su reacción ante los logros feministas.
Revisando los violentómetros que sirven para graduar la propia violencia y, a su vez, para identificar el grado de aceptación o normalización de la violencia, me he encontrado con textos realizados por diferentes instituciones que diferencian entre «forzar a mantener relaciones sexuales» y «violación». Si ni siquiera tenemos claro la definición de violación, no podremos pensar en atender a las víctimas. Este es parte del problema de la violencia patriarcal, que distorsiona la imagen de la agresión y del victimario. Ni en la casa, ni en la calle, el agresor es un desconocido. Nos lo dicen todos los estudios. De hecho, recientemente el INAI ha publicado uno sobre la violencia sexual en Navarra con idénticos resultados al que realizó Sexviol: los agresores son hombres de nuestros entornos. Ni locos, ni narcisistas, simplemente hijos sanos del patriarcado.
Además, el machirulismo del siglo XXI se ha victimizado como ningún otro y ha elaborado, para salvaguardar su posición de poder, un imaginario sobre los supuestos excesos de la igualdad. Se jactan en los juzgados mientras consumen señoritas en sus cierres de negocios o entre partido y partido. Juegan en casa patriarcal y con unas reglas de juego que niega la violencia y con ello la credibilidad del relato de las mujeres, aunque la misma sea expuesta ante millones de personas, como en el caso Rubiales y la federación de fútbol.
En los últimos años se ha querido evitar el concepto de privilegio y sin él no se puede entender un sistema de dominación. Consolidar los privilegios masculinos necesita del aval judicial y ahora mismo configura uno de los núcleos centrales del patriarcado. La intención de jueces como Carretero no es otra que intimidar a la víctima y al conjunto de posibles víctimas para que no reclamen justicia. De los diferentes tipos de indefensión, la jurídica-institucional busca que las mujeres desistan de hacer efectivos sus derechos, declinen, antes de comenzar, la exigencia de reparación.
Y claro que el juez Carretero «es así», pero no por una individualidad insólita o ajena a su fratria, sino precisamente bien encajada en el machismo de toga que considera que es incuestionable su actuación porque está en la esfera del poder (público). Igual se le ha olvidado que los jueces son también funcionarios públicos y que deben velar por el respeto a los derechos y la sanción de su vulneración. Lo que ha demostrado con su actuación es que la judicatura sigue enterrada con las raíces profundas de la misoginia. En los Premios Feroz, diferentes artistas han señalado el derecho a la crítica como parte de la libertad de expresión, pero es que no se trata solo de utilizar nuestra libertad de expresión para criticar a los jueces, sino de ejercer nuestro derecho a la democracia efectiva y plena que requiere de una monitorización de las instituciones públicas, de la que el poder judicial no puede ser ajeno.
Si alguien tiene dudas sobre qué es la fratria podría comenzar por estudiar la conversación entre Errejón y el señor juez. Es fratria en estado puro ese entenderse tan campechanamente que los lleva a leerse la mente y, por ello, a terminar las frases del otro. El compadreo busca no solo mantener el orden, sino reconstituirlo ante cualquier posibilidad de pérdida de poder. En la confrontación del poder es donde vemos emerger el machismo de antaño y el moderno, sin fricción, como buenos compañeros. Y luego ya, si quieren, hablamos de cómo les afecta el patriarcado a los hombres y los lleva a una masculinidad tóxica sin conciencia de ello.
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