Marta Perez Arellano

Mujeres al sol

Estaba yo sentada la otra mañana junto a una rotonda, esperando a que pasara a
recogerme un compañero de trabajo. A plena luz del día, y a pesar de que la temperatura no era alta, gozaba del placer del cielo despejado y de los rayos de sol que me calentaban la espalda mientras leía; embutida hasta las orejas en mi invernal atavío de abrigo-bufanda-pantalones-botas. Al escuchar un motor que se paraba frente a mí, levanté la cabeza y me encontré con la mirada de un señor desconocido que, desde su coche, me dirigía un gesto con la cabeza, trazando una línea invisible que iba desde mí hasta el asiento vacío del copiloto, fácilmente interpretable como un «¿te subes?». Mi cara debió de mostrar cualquier cosa excepto interés en su propuesta, ya que el señor se alejó tan rápido y silencioso como había venido, dispuesto quizás a seguir su búsqueda.

¿Cómo se queda una? En mi caso, me costó un rato entender lo que había pasado. Me costó caer en que el hombre me había tomado por prostituta. Al darme cuenta me entró la risa; y la verdad es que pasé un rato divertido. Pero después vinieron las preguntas; y con las preguntas el enfado. ¿Es que una mujer que está sola en la calle ha de ser, obligatoriamente, trabajadora del sexo? ¿No parte esta idea de que una mujer que toma el sol despreocupada, una mujer que lee plácidamente al aire libre, es una rareza? Por supuesto, yo opino que no, ya que, afortunadamente, las calles están llenas de mujeres distintas, con sus distintos oficios, quehaceres e intereses: prostitutas, tenderas, fotógrafas, operarias, cuidadoras, odontólogas, religiosas o deportistas; que transitan las aceras solas y acompañadas.

Pero también tengo claro que ese hombre no es, tampoco, ninguna anomalía. Ese
hombre es un fiel representante de nuestra cultura, de una cultura machista que parte de la base de que una mujer no debe acceder a los mismos derechos que un hombre, de que una mujer no puede acceder a las calles en las mismas condiciones que un hombre. Desde esa perspectiva, cualquiera que no aparente ser un hombre «hecho y derecho» y que pretenda disfrutar de las calles en las mismas condiciones, se convierte, obligatoriamente, en una prostituta. En esa dicotomía entre las mujeres aceptables y las no aceptables, las primeras pasean por las calles mayoritariamente acompañadas, mayoritariamente de día, siempre yendo a alguna parte, siempre ocupadas y siempre con miedo; mientras que las inaceptables nos paramos en la calle, la ocupamos, la disfrutamos también y la reivindicamos, solas y acompañadas; de día y de noche.

Estas y otras experiencias me han ido enseñando que ser considerada prostituta (o similares) poco tiene que ver con cobrar por un servicio sexual. Creo, más bien, que «puta» es un apellido que nos pone nuestro sistema para recordarnos dónde deberíamos estar, manteniéndonos bajo control por miedo al estigma que supone. Estigma que pesa sobre cualquier mujer que, cobrando o no por ello, haga gala de ser propietaria de su sexualidad, de su cuerpo, de sus pasos o de su destino.

En este orden de cosas, yo y muchas como yo elegimos ser putas, prostitutas,
inaceptables o lo que sea; porque no queremos quedarnos en casa, no queremos tener miedo y no queremos dejar de disfrutar de un día soleado.

Gracias, señor desconocido, por señalar mi libertad.

Recherche