Ibai Azparren | Arazuri

Tarde

Tarde encontraste el amor. Al igual que tres de tus cinco hermanas mayores, tu futuro se encontraba lejos del mundanal ruido, bajo el remanso de paz que parecen custodiar las paredes de un convento. Pero te iba la marcha, y «Alfonso era Alfonso». Antes de que fuera demasiado tarde y, quizá, porque fuese más insistente que un predicador católico, le hiciste, por fin, caso en aquellos paseos, donde los jóvenes del pueblo engatusaban a las chicas después de misa.

Tarde aprendiste a conducir. Alfonso, cansado de su incesante lucha contra el cáncer, te abandonaría «una lluviosa tarde de noviembre», dejándote al cuidado de cinco hijos de nueve, ocho, seis, cuatro y un año.  Por lo que te tuviste que sacar el carné, para poder vender, en el mercado de Santo Domingo, la leche de tus cinco vacas, los huevos de tus más de cuarenta gallinas, tus cuticas engordadas para la ocasión, tus perdices y tus conejos. Tenías 48 años.

«Siempre pensé que me había casado tarde, y que nunca llegaría a conocer a mis nietos», solías reconocerme desde tu vieja butaca llena de alfileres, mientras hacías punto para regalar a tus nueve nietos los trajes de casero que tanto picaban. «¡Siempre llegas tarde!», me regañabas cada domingo, impaciente por acabar tu plato de alubias negras y ponerte con el truco. Alguno osó a ganarte; pero fueron unos pocos.

Como tarde, también, te percataste de que tu desgastado corazón te había puesto al corriente de que ya no podía seguir tirando mucho más. Sin embargo, permaneciste tan alegre como siempre, pues la vida te había dado «tres cortos años más», aunque los días fuesen demasiado largos, pues en cada minuto nacía un nuevo dolor. «En la vida, a veces se está asín, y otras, en cambio, asau. ¡Pero qué bien se está cuando se está asín!» me decías cuando iba a robarte una esquinica de tu tarta de galletas con chocolate.

El martes fallecías tarde, de madrugada y a los 90 años. Tu dolor cesaba y la intensa lluvia comenzaba a despedir noviembre, como yo pude despedirme de ti; pero no puedo sin embargo dejar de rememorar tus postres que endulzaban la vida y tus lecciones de domingo que hacían valorarla, ni dejar de sentirme asau, por excusarme en la tardanza para decirte: eskerrik asko, amatxi.

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