Cecilio Rodrigo

¡Tranquila, que vuelve!

«Que nos quiere comprar el piso», me ha dicho el chaval, el hijo de los vecinos de al lado.

Tiene 25 años, estudios de ingeniería y ya tiene trabajo de profe. Le ha gustado, parece, nuestra casa. Sabe que nos quedan ya pocos años de vida (yo nací en la década de los cuarenta del siglo pasado, casi, casi un homo sapiens neanderthalensis). Tiene buena vista el chaval y caradura. Ha visto más de una vez nuestra casa y le parece un paraíso.

«¡No, no y no! ¡Ni aunque nos pagara bien, se la vendería!».

Me suele mirar a veces, cuando coincidimos en el ascensor, como si yo ya fuera una huella, un residuo del paleolítico. Cuando me dijo que si no encontraba trabajo aquí se largaría al extranjero echando virutas, le aduje:

«¡Hombre, después de recibir durante no sé cuántos años una formación tan amplia como la tuya, desde párvulos, escuela pública, el instituto y la universidad, y todo en la enseñanza pública, ahora te toca a ti devolver, al menos parte, algo a la sociedad que tanto ha invertido en ti!».

Me contestó:

«¡A mí todo eso me importa un huevo!».

Yo añadí:

«¡Mira, por otra parte, nos debes a algunos dos años de vida, nos debes, por lo menos dos años de vida, si no son más!».

El chaval −ya digo un poco «harro» él−, me contestó:

«¡Dos años de vida! ¿De qué?».

«¡Tienes una deuda con unos cuantos insumisos, que pasaron muchos años en el maco! Cuando en toda la sociedad fue cogiendo mucha fuerza el movimiento de insumisos y objetores de conciencia a Aznar y compañía no les quedó más remedio que anular el servicio militar obligatorio, la mili quedó suspendida en el año 2001. Justo cuando tú naciste. Por eso te digo que nos debes dos años de vida».

«¡Hostia!».

Y así terminó nuestra charla de aquel día. Hace unos meses de esto.


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