30 años después, «¿nadie tiene nada que decir?»

Hoy se cumplen 30 años de una de las imágenes más desgarradoras del conflicto armado vasco. El 21 de junio de 1995 la Ertzaintza protagonizó una de sus actuaciones más vergonzosas al cargar contra los familiares y allegados de Joxean Lasa y Joxi Zabala en el cementerio de Tolosa, en el momento en el que se disponían a recuperar los cuerpos de sus seres queridos doce años después de su desaparición. Las imágenes de la Ertzaintza arremetiendo contra personas en duelo en medio de ataúdes, coches fúnebres y coronas mortuorias permanece imborrable.

Lasa y Zabala fueron secuestrados en Baiona, salvajemente torturados en el palacio donostiarra de La Cumbre y muertos a tiros en Busot, Alacant, en 1983. Lo último que merecían sus familiares era que la Ertzaintza, desobedeciendo la orden judicial que dictaba hacer entrega de los cuerpos, añadiese una ración extra de dolor y escarnio. Además de dos versiones diferentes, desmentidas por los presentes en el cementerio, el Gobierno de Lakua y la Ertzaintza no han dado jamás explicaciones ni han presentado disculpas por la actuación y el sufrimiento absolutamente innecesario provocado. De hecho, otra desatinada actuación policial, 17 años más tarde, dejo claro que, lejos de motivar sanción ninguna, sus responsables siguieron subiendo en el escalafón. El mando que ordenó cargar en el cementerio de Tolosa fue el mismo que dirigió, como subjefe de la comisaría de Deustu, el dispositivo en el que hirieron mortalmente a Iñigo Cabacas.

No hay bajezas mucho mayores que impedir recibir, velar y despedir a los muertos; de reprimir un adiós, de imposibilitar la lectura de escritos que ayudan a pasar el amargo trago, como el que hoy, treinta años después, reproduce GARA. Unas líneas de alivio y acompañamiento que no pudieron ser leídas en el cementerio de Tolosa. Las ha guardado como un tesoro la hermana de Joxean, Axun Lasa, que no tiene ya ganas de entrar «en ese mundo de exigencias y descalificaciones», pero que tiene una pregunta que tres décadas después suena si cabe más urgente: «¿Nadie tiene nada que decir?».

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