Acudir al trabajo no puede ser una actividad de riesgo

El jueves pasado, la mayoría sindical organizó una treintena de movilizaciones para exigir que se aclare lo ocurrido en Zaldibar, por un lado, y denunciar además la precariedad que está en el origen de la alta siniestralidad laboral que sufrimos en este país. Un mal que va camino de ser endémico y que explica, en gran medida, la escalofriante cifra de fallecidos con la que hemos iniciado el año. Eran once cuando desplegaron las pancartas, además de Joaquín Beltrán y Alberto Sololuze, sepultados por el vertedero, pero ayer otra persona se sumó a esa terrible lista, un vecino de Bilbo que trabajaba para la empresa Estructuras Metálicas Frutos y que estaba subcontratado por la firma constructora Pérez San Román.

En los dos primeros meses de 2020 –aún sin cumplir–, casi no ha habido una semana en la que alguna familia no ha llorado la muerte de un ser querido en accidente laboral. Está siendo una sangría. Sin embargo, la respuesta institucional sigue siendo abúlica, prácticamente inexistente salvo referencias genéricas en momentos muy concretos. Gobiernos y diputaciones abordan la siniestralidad en el trabajo con el manual de los sucesos, como si fueran consecuencia de la fatalidad, impredecibles, según el lenguaje al uso, cuando son resultado de un sistema que antepone los beneficios empresariales a las vidas. Y va siendo hora de que también en este asunto las autoridades den la cara, en primer lugar pronunciándose respecto a esta lacra, pero, sobre todo, implementando medidas para atajarla.

Los sindicatos reivindicaron el derecho a volver a casa con vida, y el hecho de exigir algo tan básico da la medida de lo que se está denunciando. No puede ser que regresar del centro de trabajo sea cuestión de azar, no puede admitirse que trabajar sea una actividad de riesgo. Alguien debe garantizar los derechos de los trabajadores y trabajadoras, y con una clase empresarial más preocupada por construir nuevos vertederos que en velar por la salud de sus emplea

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