Corsica: gran victoria, señal clara, punto de no-retorno

Corsica es una nación resistente y orgullosa. Un pueblo que canta, plagado de poetas, con una lengua que se pierde en la noche de los tiempos. Es un país maravilloso, heredero de una civilización agrosilvopastoril muy unida a la tierra, al curso del agua y al ciclo de las estaciones. Una pequeña isla que para sobrevivir ha tenido que hacer frente a un jacobinismo francés extremo, a la negación de su identidad, que hizo de la desposesión de la tierra su modus operandi y que siempre ha pretendido tomar el alma, la cultura, los valores y el idioma de los colonizados. Un pueblo anatemizado y sobre el que se han construido falsos estereotipos, como que es «intrínsecamente violento», «una tierra de bandidos», donde abundan «los racistas y supremacistas».

Decenios de lucha contemporánea, con formas bien variadas, han ido creando en Corsica condiciones para un cambio político. Los nacionalistas han sido minoritarios durante cuatro décadas, han soportado las consecuencias de una lucha contra París terriblemente asimétrica, en la que no faltaron expresiones de canibalismo; luchas fratricidas y sangrientas que, además de cobrarse un gran número de vidas de activistas, eclipsaron otro tipo de discursos y de propuestas. Pero como ya ocurrió en 2015, las elecciones del pasado domingo han demostrado que las ideas nacionalistas, antes minoritarias, van a poder plasmarse, aunque sea progresivamente. Que se sostienen en una gran dinámica popular y son esperanza para una mayoría que ha votado por segunda vez nacionalista, como nunca antes, por encima de todas las expectativas.

La convergencia de fuerzas patrióticas, su madurez, ha permitido ganar, con fuerza desatada, una segunda batalla electoral. Es una clara señal, un punto de no-retorno. París tendrá que convencerse, tarde o temprano, de que el jacobinismo ha muerto en Corsica y no tiene quien le haga el duelo, que negar la realidad y atrincherarse en posturas ineptas solo conduce a una pérdida dolorosa de tiempo.

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