El CETA y la transparencia, más urgente que nunca

Resulta ciertamente complicado entender qué es lo que, en términos prácticos, la Unión Europea y Canadá firmaron ayer en Bruselas. Los titulares son aparentemente claros: tres días más tarde de lo previsto, debido a la pequeña rebelión valona, el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, y el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, firmaron ayer el acuerdo de libre comercio conocido como CETA. Sin embargo, la letra pequeña expone algunas de las miserias del proceder comunitario. Y dista mucho de ser diáfana.

Para empezar, el tratado no se empezará a aplicar hasta que, en enero, pase por el filtro del Parlamento Europeo. Y sin embargo ya está firmado. El papel que la arquitectura institucional de la UE otorga a la Eurocámara, la única instancia comunitaria elegida directamente por los más de 500 millones de ciudadanos europeos, es irrisorio. Poco más que un mero maquillaje.

En el aire quedan también varios de los asuntos más polémicos, que deberán pasar por los parlamentos estatales. Entre ellos están los tribunales de arbitraje, una grave amenaza para lo que queda de democracia en la UE. Se trata de las instancias privadas a las que una empresa puede recurrir cuando considera que la actuación de un Estado perjudica los beneficios que esperaba obtener por una inversión determinada. Las informaciones publicadas sobre la apresurada firma de ayer no aclaran qué es lo que ocurrirá con estas instancias, que entregan a las empresas una tremenda capacidad de coacción sobre los Estados.

Todo el proceso de negociación, desde su inicio hasta su fin, está envuelto en la opacidad. Baste decir que, pese a que al acuerdo se le dio forma entre 2009 y 2014, las actas de las negociaciones no se conocieron hasta 2015. Y otro tanto ocurre con el TTIP, un acuerdo similar pero de mucho mayor impacto, dado que se negocia con EEUU. El precedente no puede ser lo ocurrido con el CETA.

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