El lehendakari Iñigo Urkullu confirmó ayer que, si la crisis sanitaria no vuelve a dispararse y a cruzarse en su camino, las elecciones serán el 12 de julio. El líder del PNV buscaba una mayoría absoluta cuando las adelantó al 5 de abril. Lo mismo ahora. Mayoría absoluta con el PSE, se entiende, aunque ambos socios disimulen. Urkullu parece tener la ambición personal de superar en algún sentido los legados de José Antonio Ardanza y Juan José Ibarretxe en Ajuria Enea. Algo humano, pero complicado tras dos legislaturas anodinas. ¿Por qué será recordado el lehendakari que coincidió en sus mandatos con el fin de ETA y con el coronavirus? No está claro. Busca mayorías, pero en parte se ha dedicado a desarticular las que ya tenía. Y ha llevado al partido ahí. No ha querido capitalizar esos acontecimientos y proyectarlos a futuro con un liderazgo firme e inteligente.

De hecho, durante la pandemia Urkullu ya ha demostrado cómo sería su Gobierno en caso de no tener que contar con el Parlamento y con la oposición: conservador en sus ambiciones, opaco en sus decisiones, subordinado a lo que dicte Madrid en lo legal, aislado del resto del país, incomunicado con el resto de fuerzas políticas y, en general, enfadado con la sociedad vasca. Ese enfado se ve muy claramente en el trato que dan al resto de partidos. El PNV trata al PSE como si fuese un empleado al que se le manda a hacer los recados con la certeza de que se le va a olvidar algo. A EH Bildu la trata como a la hermana rebelde frente al que uno se siente a la vez superior y extrañamente culpable, se podría decir que acomplejado. A Elkarrekin Podemos lo trata como a un niño impertinente, con paternalismo y pequeñas dosis de humillante sarcasmo. Al PP lo trata como al tío facha al que se presenta como excéntrico, comparado con los auténticos fascistas de su cuadrilla.

Vienen tiempos muy complicados. Es hora de cuidar a la gente, de tratarla bien. Votar es elegir líderes, elegir quién y entre quienes pueden hacer todo esto.