La canciller alemana, Angela Merkel, dejó ayer el liderazgo de la Unión Cristiano Demócrata (CDU) tras cumplir 18 años al mando. Su sucesora será la actual secretaria general, Annegret Kramp-Karrenbauer. Seguidora de la línea centrista de la actual canciller, la nueva líder de los conservadores alemanes tendrá que afrontar importantes retos tanto en el ámbito interno –recuperar apoyo popular frente a una extrema derecha en ascenso– como en el internacional –dar un nuevo impulso a un proceso de construcción europea en crisis–.

Se empieza a ir una política que ha marcado una época en Europa. No ha dejado grandes ideas pero ha manejado con sentido de la oportunidad el actual engranaje político alemán y europeo. Si algo ha caracterizado su figura ha sido el carácter mesurado y analítico de su liderazgo, que contrasta cada vez más con el de muchos de los actuales dirigentes europeos y mundiales, mucho más temperamentales, a menudo estrafalarios, pero que concitan un creciente apoyo popular. Sin grandes retos internos que afrontar –su predecesor, el socialdemócrata Gerhard Schröder, emprendió la reforma del Estado de Bienestar alemán–, quizás lo que más haya marcado su mandato fue el compromiso de abrir puertas y acoger a emigrantes que en 2015 llegaron en masa a Europa huyendo de guerras y pobreza. Y tal vez esa apuesta, más humana que pragmática, haya sido el inicio del fin de su carrera política.

Posiblemente su mayor aportación haya sido el concepto de democracia conforme al mercado, una idea de marcado carácter retrógrado al anteponer el mercado a la democracia. Apoyada en esa concepción, Merkel mantuvo con firmeza las restricciones económicas en el momento álgido de la crisis, lo que posiblemente resultó clave para salvar el euro. Sin embargo, esa misma falta de flexibilidad en los años posteriores –y especialmente durante la gestión de la crisis griega– es lo que está socavando no solamente el euro y la economía, sino también la democracia y el proyecto de Unión Europea.