La muerte del papa Francisco propicia un debate serio sobre la Iglesia, las religiones y su poder

La liturgia desplegada en torno a la muerte del papa Francisco mantiene fascinada a la población mundial, independientemente de sus creencias o de su opinión sobre la Iglesia católica y este pontífice. Desde los ropajes hasta la geopolítica son objeto de debate cotidiano. Es cierto que todo ello genera un hartazgo entre las personas ateas, agnósticas y laicas que ven cómo se naturalizan cuestiones que en sistemas democráticos deberían estar sujetas a un debate mínimamente crítico.

Un debate tan honesto, al menos, como la aceptación general de que, si bien este papa no ha sido en ningún caso un apóstol tardío de la teología de la liberación, sí ha marcado distancias con poderosos que a duras penas disimulan estos días su hipocresía. Jorge Mario Bergoglio ha hecho maniobras internas contra la corrupción y ha limitado la influencia de corrientes sectarias como el Opus Dei. Y ha sostenido una voluntad de acompañar a quienes sufren éxodo y violencia como los migrantes, las minorías atrapadas en guerras y las víctimas del genocidio en Gaza.

Ahora bien, Francisco solo puede ser considerado progresista si se le compara con sus antecesores o con otros turbios líderes contemporáneos.

De hecho, nada del mandato de este papa borra el legado nefasto de la Iglesia católica: las raíces colonialistas de su riqueza, su cooperación con todo tipo de tiranías, su carácter alienante y opresor de las libertades, el abuso constante a menores por parte de sus representantes, la doble moral y el moralismo punitivo y culpabilizador… La forma en que atacan al espíritu crítico y a la ciencia y el modo en que han propagado el miedo es dañino a nivel individual y colectivo.

El grado en el que ese legado se reivindica, actualiza y sofistica sí que depende en cierta medida del liderazgo en la Iglesia, por lo que quién será el próximo papa no es una cuestión política menor.

En todo caso, simplificar los análisis sobre el fenómeno religioso es un error ideológico, tanto en su vertiente antropológica –como creación social transcendental–, como en su lado político –asociado a intereses y conflictos–. Negarse a comprender algo no es una manera de combatirlo, sino de perpetuarlo.

«Yo era ateo, pero ahora creo»

La banalización del fenómeno religioso –que en su versión extrema es «el imperio del relativismo» que denunciaba el papa Benedicto XVI– convive con rigorismos que subyugan a la mayoría de la población de muchos países, en especial a las mujeres y a las minorías. La misoginia, la homofobia, la lesbofobia y la transfobia tendrían más dificultades sin el respaldo intelectual y en muchos casos político de todas las estructuras religiosas que discriminan por razones de sexo, raza o creencias. Todas las grandes religiones monoteístas, sus ramas y sus instituciones burocráticas son despiadadas e implacables en este terreno.

Conviene no olvidar que algunos de los países más cristianos –compitiendo en algún caso con el propio Vaticano–, son pueblos en los que la religión estuvo prohibida durante décadas. Este hecho histórico debería ser suficiente para descartar posiciones que aparentan ser soluciones a corto plazo, pero que refuerzan aquello que se quiere proscribir.

Sin caer en comparaciones espurias ni falsos determinismos, esa evolución también puede ser un recordatorio para mantener la serenidad estratégica y la esperanza en tiempos oscuros.

La religión apenas está en el debate público, pero su poder sigue estable. Ya que sacan el tema, ahora que empieza el cónclave y las intrigas para elegir sucesor, el escenario es propicio para recuperar el debate sobre la Iglesia y las religiones, sobre los privilegios y el poder que ostentan y sobre su impacto social. Los movimientos por la emancipación no pueden rendir jamás el terreno de la batalla de las ideas.

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