Durante los siete primeros meses del año la humanidad ha consumido tantos recursos naturales como los que el planeta produce en un año. A partir de agosto, el mundo estará gastando capital natural, mermando así las bases para la sostenibilidad de la vida en la Tierra. El confinamiento de la primera mitad del año pasado frenó esta tendencia creciente, pero solo fue un espejismo; nada más finalizar, recuperó rápidamente la senda del crecimiento.

Los problemas del actual modelo de producción y consumo son evidentes en todos los órdenes de la vida. Cada día que pasa aparecen nuevas señales de la emergencia climática, la destrucción de patrimonio natural alcanza ya las zonas vírgenes del planeta, la desigualdad es cada vez más profunda, hasta el punto de que los viajes turísticos al espacio conviven con el hambre y la falta de medicamentos, y la salud mental –y no solo la de los deportistas de élite– ha pasado a ser una cuestión prioritaria en las sociedades que se dicen desarrolladas. La desmaterialización de la producción, la economía circular o la transición energética continúan siendo pasitos incapaces de revertir la tendencia general. Así lo reconoce un organismo tan poco sospechoso como la Agencia Europea del Medio Ambiente (AEMA), que en un reciente documento señala claramente que esas pequeñas ganancias en eficiencia son claramente insuficiente para detener las tendencias destructivas. Considera que es necesario cambiar el modelo de producción y consumo, y se pregunta a qué estará dispuesta la gente a renunciar para alcanzar un escenario más sostenible.

Ciertamente, como señala la AEMA, la gente tendrá que hacer renuncias para avanzar hacia un sistema más sostenible. La cuestión es que nunca se pregunta a las empresas a qué estarían dispuestas a renunciar para alcanzar una economía más sostenible. Porque son ellas las ostentan el poder en el actual modelo de producción y consumo. Sin su concurso poco se avanzará hacia la sostenibilidad, y hasta ahora no han dado muestras de renunciar a nada.