El Gobierno de Lakua ha propuesto el uso obligatorio de mascarillas en el transporte público como medida preventiva frente al Covid-19 ante las dificultades para garantizar el distanciamiento entre viajeros, un problema que ha sido evidente desde el inicio del confinamiento, que se ha acentuado tras la reanudación de la actividad económica no esencial y que puede resultar alarmante en un contexto de desescalada. Probablemente ese principio de precaución debía haberse activado antes, y es posible que algún integrante del Ejecutivo se arrepienta ahora de haber expuesto públicamente una actitud desdeñosa respecto a esa prenda sanitaria, a la que ahora se da rango de imprescindible, aunque lo cierto es que en este asunto casi nadie se libra de haber virado su posición, incluida la Organización Mundial de la Salud.

Ante una pandemia que ya ha causado más de doscientos mil fallecidos en el mundo no hay medida que esté de sobra ni precaución innecesaria y, de hecho, el uso generalizado de mascarillas parece que va a ser la tónica dominante durante bastante tiempo, al menos hasta que se encuentre una vacuna para esta nueva enfermedad. Pero por este motivo, y si va a ser condición sine qua non para acceder al transporte público, lo mínimo exigible es que toda la ciudadanía pueda hacerse con este producto, de forma suficiente para cubrir sus necesidades y rutinas laborales.   

Y es que aunque está por ver si la medida acaba por aplicarse, y si Lakua podrá hacer valer sus atribuciones en caso de que en Madrid no opinen igual, nadie va a poner traba alguna a un reparto masivo de mascarillas. Sin ir más lejos, la Mancomunidad Vasca ha anunciado el reparto gratuito de 650.000 máscaras homologadas a la población de Ipar Euskal Herria, a razón de dos por persona. Para una institución con mayor músculo financiero y capacidad decisoria no debería ser un esfuerzo inasumible hacer lo mismo entre sus habitantes, más cuando es algo asumido que toda obligación lleva aparejado un derecho. ¿O no?