Tras casi un mes de fuertes protestas, el Gobierno y la oposición en Chile han pactado iniciar un proceso constituyente cuyo resultado final será una nueva Constitución para el país, si así lo deciden chilenos y chilenas. El proceso se iniciará con un referéndum en abril de 2020 en el que se preguntará a la ciudadanía si quiere cambiar la Carta Magna y cómo quiere que se componga la asamblea constituyente. Esta tendrá un plazo de nueve meses para redactar una propuesta que será sometida a un plebiscito ratificatorio.

La actual Constitución chilena se aprobó en un polémico referéndum en plena dictadura de Pinochet. Con todo, hoy en día el aspecto más problemático es que concede un papel subsidiario al Estado en cuanto a la obligación de garantizar derechos sociales básicos de la ciudadanía, como el derecho a la salud, a la educación o a una pensión. Ese carácter accesorio del Estado en la provisión de servicios básicos es el resultado de la implementación de las ensoñaciones liberales de los conocidos como «Chicago Boys», con Milton Friedman a la cabeza. Su experimento liberal privatizó la mayoría de los servicios públicos. El pago por acceder a prestaciones suele llevar a contraer grandes deudas que han acabado empobreciendo a la mayoría de la población, incluida a la clase media. Un sistema terriblemente injusto que ha sacado a todo el país a la calle.

El presidente del Senado, Jaime Quintana, señaló que el acuerdo encauza la crisis hacia una «salida pacífica y democrática». Añadió, además, que el proceso acordado es una «victoria de toda la ciudadanía», cuyo objetivo es «buscar la paz y la justicia social». Acordar el método y votar aparece una vez más como la forma más democrática de resolver problemas políticos. Chile está dando una gran lección de democracia, mucho más profunda y valiosa que los sermones protocolarios con los que se prodigan los Borbones. La democracia se consolida acordando y votando. Tan simple como votar una nueva Constitución.