Como era previsible, el Tribunal Supremo español ratificó ayer la condena contra el president de Catalunya, Quim Torra, por negarse a retirar una pancarta que pedía la libertad de los presos y exiliados. El rechazo a la condena fue unánime entre las fuerzas democráticas catalanas. Paradójicamente, el unionismo exigía elecciones inmediatas, cuando luego nunca respeta el resultado si no es de su agrado. A modo de resumen: Carles Puigdemont está exiliado, Oriol Junqueras, Jordi Sànchez y Jordi Turull en la cárcel junto al resto de prisioneros, y Artur Mas y Torra inhabilitados. Con esta resolución se abre un periodo de incertidumbre en una situación ya de por sí muy condicionada por la pandemia.

La sentencia tiene una lectura política tanto en el fondo como en la forma. En cuanto al contenido, el hecho de que el poder judicial inhabilite a una persona por una pancarta da la medida real de la escasa calidad democrática del Estado español y pone de manifiesto el nulo respeto que merecen a los poderes públicos los derechos y libertades fundamentales de las personas. Si además el condenado es el president de la Generalitat, proclamado por el Parlament tras vencer en una contienda electoral, el fallo expresa de manera diáfana el escaso respeto a la voluntad democrática de los pueblos que muestra el Estado español. No es posible la democracia si no se respetan los derechos y libertades ni los resultados de las urnas.

En cuanto a la forma, con la publicación de la sentencia se entiende perfectamente la pataleta del monarca español por no haber podido asistir el viernes en Barcelona a la entrega de despachos a los nuevos jueces. Habían preparado un menú completo –que el Ejecutivo impidió– para dejar claro al pueblo catalán que el Estado profundo no admitirá ninguna clase de solución de tipo democrático a los anhelos de libertad de los catalanes, o de cualquier otro pueblo del Estado que busque la independencia. El Estado solo acepta la sumisión. Es tiempo de repúblicas.