Un país que se ahoga en la violencia y el racismo

No puedo respirar». La advertencia, casi una llamada de socorro, que Eric Garner lanzó al policía que le estaba asfixiando no fue atendida, y este neoyorquino de 43 años de edad engrosó en 2014 la lista de víctimas de la violencia policial contra la comunidad negra. Ese I can’t breathe se convirtió en un lema para millones de personas en EEUU, un símbolo de la opresión que padecen solo por el color de su piel. El lunes pasado otro ciudadano afroamericano lanzó ese mismo grito ahogado para tratar de impedir que acabaran con su vida. Una vez más, sin éxito. George Floyd falleció tras sucumbir a la presión ejercida sobre su garganta con todo el peso de su cuerpo por un uniformado, en este caso de la ciudad de Minneapolis, que ha estallado en un mar de indignación y de protestas.
En los casi seis años transcurridos entre ambas muertes los casos de agresión letal contra personas negras se han sucedido siguiendo la misma secuencia de repulsa social y rápido olvido institucional, con un saldo raquítico de condenas contra los autores. El policía que mató a Garner ni siquiera fue enjuiciado, el que ha acabado con la vida de Floyd seguía libre ayer. Por eso, la petición del joven alcalde de Minneapolis de que se haga justicia suena ingenua, y la promesa del presidente, Donald Trump, de que se hará justicia suena a cinismo, confirmado por el mensaje de aliento lanzado al mismo cuerpo causante de la tragedia.
El racismo es un mal endémico en Estados Unidos, que se manifiesta en todos los ángulos del sistema, pero que se expresa de forma atroz cuando la ejercen los cuerpos policiales. El color de la piel es determinante en todos los parámetros en los que se mide el bienestar de una comunidad y para una parte sustancial de la población, el sueño americano, tan presente en el imaginario colectivo estadounidense, es una pesadilla. En época de nuevas pandemias, la superpotencia sigue siendo incapaz de atajar uno de los virus más peligrosos de la historia de la humanidad.

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