Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Democracia «sub conditione»

La cuestión griega ha clarificado la comprensión de lo que se entiende ahora por democracia en el ámbito del sistema. Evidentemente lo que está pasando en torno a Grecia no tiene nada que ver con lo que clásicamente se concebía como democrático, que consistía, entre otras cosas, en el ejercicio de la soberanía respecto al modelo social que se prefería.

El gobierno del pueblo por el pueblo ya no es un concepto de significado radical sino un viciado recurso lingüístico del poder unicelular e inmodificable para pasar la aduana de una cierta pureza política residual que aún se debe mantener para lucrar la adhesión de la calle, aunque esa adhesión sea más de reflejos condicionados que producto de un discurso sólido. Exigir democracia desde el poder dominante, tal como ahora es ejercida, constituye, pues, una coartada de la estructura pública presente para proteger el escandaloso fascismo que la caracteriza. Como afirma Peter Sloterdijk: «En un espacio de este tipo –habla del espacio político de corte occidental en el que evidentemente vive hoy la ciudadanía materialmente más avanzada– los únicos que a priori pueden sentirse en casa como individuos (como individuos soberanos) son aquellos que piensan en el centro (decisorio) o en sus cercanías, esto es: príncipes, sacerdotes, ministros, intelectuales comprometidos con el poder y miembros de la burguesía de la capital en tiempos de paz», y añade, ya refiriéndose al ser común: «En su decadencia se muestra que la ayuda que las superestructuras pueden prestar a los esfuerzos del individuo particular por proseguir su vida es tanta como ninguna. Entonces es cuando se hace mucho más reconocible que en cuanto el opus commune se desintegra en el nivel superior los hombres solo pueden regenerarse en pequeñas unidades». Acerca de esta posibilidad regenerativa de la potencia democrática mediante el encuadramiento en unidades pequeñas conviene tenerlo muy en cuenta por cuanto esta tesis de Sloterdijk es de un precioso valor para enfrentar al monstruo de la globalización. Hablaremos de ello.

Si atendemos a la realidad constatable del funcionamiento político el significado de la palabra democracia es una de esas cosas fundamentales que urge purificar para aceptarlas o rechazarlas debidamente ya que afectan a la vida de poblaciones muy voluminosas en todo el mundo. Decía mi inolvidable capuchino Jordi Llimona que «de la misma manera que es precisa una purificación religiosa para que nos encontremos con Dios, lo es también una purificación humana para encontrarnos con el hombre». Pues bien, en la vida humana, al menos en el poderoso ámbito occidental, la democracia, como concepto, ocupa un lugar preeminente desde el siglo V antes de Cristo. Y precisamente en Grecia. De ahí el cuidado que hayamos de tener de ella y la discreción en su empleo. ¿Tenemos ese cuidado? Taxativamente, no. Luego la purificación en ese campo es labor de máxima urgencia.

Lo que está sucediendo en Grecia es escandaloso por parte de la Unión Europea. Constituye una inmoralidad política que solamente cabe tratar con alguna lenidad si nos acogemos como pretexto, absolutamente fútil, a la fase última de destrucción moral en que vive la Europa neoliberal, o lo que es lo mismo, terminantemente fascista. En una fase de tal índole pueden acontecer las cosas más contradictorias y «hay» que conllevarlas. Curiosa y significativamente esta exhibición de fascismo está encabezada y dirigida por una Alemania que va apilando otra vez los ladrillos necesarios para provocar la tercera gran guerra en el curso de los últimos cien años. Tal realidad, digamos de paso, nos habla de la incapacidad del poder para renunciar a sí mismo en favor del cambio necesario. Y Alemania es una constante tentación de poder. ¿Quo vadis, Angela?

El espectáculo represivo en Europa alcanza a todos los rincones imaginables de lo humano. De vez en cuando explosiona, como sucede ahora en Grecia. Un tropel de funcionarios del «orden» puebla todos los ámbitos del comportamiento social europeo; funcionarios que prostituyen y destruyen, y abastecen de razones a una legislación tempestuosa. No hay lugar a donde el acorralado ciudadano mire en que pueda respirar ideológicamente. Los mercados dictan el alcance posible de cualquier decisión; los parlamentos están entregados a la perversa tarea de limitar la libertad en nombre de un orden mortal; los dirigentes sociales se consagran a la miserable tarea de ocultar sus mutuos odios en el reparto de las últimas vestiduras de los sacrificados; los verdugos muestran el hacha inmisericorde como una sagrada fasces romana… Todo abunda para alzar este inmenso escenario de confusión ideológica en el que hasta el apuntador decide exhibirse miserablemente. Y ahí, precisamente en tal desbarajustado escenario, los bárbaros que dominan el Sistema, los mercados y los restantes explotadores nos llaman con severa «ternura» para que volvamos a la salud democrática representada «por una bola que gira en torno a un centro de dominio», como tan bien concluye el rebelde filósofo mencionado.

Mientras pasan destellantemente los acontecimientos griegos, otro país mediterráneo, España, decide culminar el antidemocratismo de quienes quieren aplastar el brote griego de libertad y, quitándose el disfraz, procede a revivir en su máxima expresión el malhadado franquismo. La «ley mordaza» ya es un hecho. Un vergonzoso y ultrajante brote de brutalidad antiliberal. En el marco de su descarada urgencia por dejar humillada a España –si es que se la puede humillar más de lo que exhibe su historia– antes de que una posible urna proceda a abrir la ventana de la razón, aunque sea solo un poco, la históricamente discapacitada derecha española –ese mugriento baúl repleto con retazos ensangrentados– ha decidido arrodillar tajantemente a los ciudadanos españoles ante un enfurecido policía antidisturbios, un comisario envanecido, un funcionario recargado de nada, un ministro iluminado o un gobierno que empavona su inmoralidad. Ya no serán los jueces los que hayan de administrar presunta justicia ante los ciudadanos que reclamen en manifestación, ante los que clamen a la puerta de su parlamento, a los que suscriban un deseo en cualquier altura, a los decidan usar la directa democracia de la protesta. Para todos esos ciudadanos se ha dado la orden draconiana: «¡Disuélvanse!». El policía es la ley, el funcionario es la libertad, el Gobierno es la democracia. En un país corrompido hasta el tuétano el corruptor ha dado la orden decisiva: «¡Al suelo!».

Ante ese grito cuartelero y elemental Europa no dirá nada, los mercados pedirán más champán y los ignorantes de todo pensamiento o razón se apresurarán a glorificar a los depredadores de la libertad, ya reducida a un simple papel que ha de avalar la comisaría del distrito, el correspondiente parte de la Guardia Civil o el ignorado gobernante que hasta ahora había conspirado oscuramente en su zahúrda contra la soberanía de la calle. Ya no habrá heridos en las cargas para sostener el «orden» público, ni guardias que se ensañen, ni delegados de la autoridad que hayan de explicar la violencia de sus funcionarios. Todo eso se incrementará, pero será justo. Ya no habrá delegados del Gobierno que hayan de pedir instrucciones, como el inmortal gobernador civil de Toledo, para proceder disciplinariamente ante el anuncio de una aurora boreal. Ni siquiera podrán los españoles decididos poner el consabido cartel de «hasta aquí llegaron las aguas» a los pies de los dos tristes leones que custodian una democracia no nata a la entrada del Congreso de los Diputados. Son jornadas de esplendor para los mercados.

Pero nos queda Grecia. Grecia ha devuelto la dignidad a Europa.

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