Aitxus Iñarra
Doctora en Filosofía y Ciencias de la Educación

La mirada íntima

Cuéntase que en la peña de Jentilehioa, en una oquedad vivían los últimos gentiles (seres gigantes). Al último de los supervivientes de esta raza, anciano ya, le levantaban los ojos con palas de madera a fin de que observase las estrellas. En cierta ocasión, cuando vio por el camino a los cristianos ir en romería a la ermita, sentenció: se ha extinguido la raza humana y ha aparecido la de los perros».

El ojo, ver, observar, percibir, la mirada que conoce... En la leyenda se manifiesta la mirada fatigada del viejo gentil que veía-vivía el final de su cosmovisión: el universo ancestral vinculado a la naturaleza viva (observaba las estrellas) y el principio de otra: el nuevo mundo que advenía, el de la cultura institucionalizadora cristiana (los cristianos yendo en romería a la ermita). Es la mirada del que observa la evolución desde el mundo natural animista al mundo religioso pautado por el dogma y la culpa.

J. Jaynes en “El origen de la conciencia en la ruptura de la mente bicameral” comenta que llama la atención el tamaño de los ojos de los ídolos esculpidos o grabados, grandes globos oculares en estatuas de dioses y diosas en los antiguos imperios de Egipto, Mesopotamia y Mesoamérica. Este agrandamiento ocular lo relaciona con el desarrollo evolutivo del contacto de ojo a ojo hacia las relaciones de autoridad y amor. En este caso es sentir la autoridad de un superior cuando nos miramos directamente a los ojos. Cuando esta relación se imita y se lleva a la estatua se acrecentará la alucinación del habla divina del ídolo.

El contacto ocular marca, asimismo, la jerarquía en el campo zoológico, en concreto en el comportamiento entre animales como los primates. Así, el primate que es capaz de sostener la mirada durante más tiempo se convierte en el mono dominante. Y, desde una perspectiva antropológica, no podemos pasar por alto una práctica muy extendida desde antiguo en numerosas zonas del planeta. Hablamos de la «mirada dañadora», el mal de ojo (begizkoa) o el aojamiento. Al aojador se le atribuye la capacidad de producir enfermedades y desgracias a las plantas, los animales y las personas. La relación ojo-poder se manifiesta aquí en una mirada dotada de tal fuerza que es capaz de destruir y amedrentar a quien cae bajo su influencia.

El poder de la mirada lo encontramos igualmente como práctica destructora generada desde la perspectiva del poder, cuyas consecuencias evidentes son la depredación y la desigualdad. Un tipo de mirada de este género es la que podríamos denominar la mirada prohibida. Tras la prohibición de ver se oculta quien domina. Es la mirada imposibilitada, ejemplificada por N. Bilbeny en “El idiota moral”, refiriéndose a los agentes nazis: «al igual que la Policía de nuestro tiempo, tenían órdenes de no mirar a la cara del detenido. Mirarle a uno a los ojos puede ser excepcionalmente desagradable si la mirada es fija o inquisitoria. Pero es en el común de los casos un principio de relación que los represores evitan a tiempo para no dejarse intimidar por cualquier brote de simpatía hacia su arrestado».

Los ojos son, entre todos los sentidos, el que más dice de la persona, aunque lo hace de un modo discreto, inaprensible para quien no está atento. ¿Cómo se podría perseguir una simple mirada? dice L. Durrell en “Una sonrisa en el ojo de la mente”, refiriéndose a la persecución de los manchúes de China, de la que se libraron los taoístas gracias a su invisibilidad, pues no tenían ningún rasgo distintivo (templos, rituales, uniformes) excepto, si se quiere, una cierta mirada en los ojos: ¡una mirada taoísta!

Ahora bien, la mirada individual, debido a la complejidad de la mente, evoca la existencia de incontables miradas, tan innumerables como son los objetos percibidos y reconocidos. Vivimos, además, en la sociedad de la saturación de la representación y de la imagen. Y nuestras conductas y sentires grupales e individuales son, incesantemente, guiados por el mundo icónico. Así, la mirada contemporánea muestra cansancio, pues, ¿acaso podemos elegir mirar en la era de la ubicuidad de las pantallas? No podemos sustraernos a la omnipresencia de las imágenes, tanto a las producidas desde el exterior como a las que recreamos o se recrean, sin control, en nuestra psique. Somos, desde esta perspectiva, los límites que impone cada una de las miradas asumidas, para luego circunscribirlas, consciente o inconscientemente, a nuestra identidad, prejuicios, pensares y creencias. Pero también somos la prolongación de la mirada, pues más allá de nuestra piel y de nuestros ojos está ese algo que llamamos mundo, lo social, el medio ambiente... eso con lo que conectamos haciéndolo parte de uno mismo.

Los ojos recogen la luz desplegando simultáneamente la mirada desde ese no-lugar en el que se ha situado la función mental. Mirar es asomarse a una ventana desde donde se observa e interpreta lo existente. Desde donde se le detecta, cocreando a su vez con la propia mirada, el mundo en su movimiento, sus nobles y disonantes ritmos, sus voces desgarradas y armoniosas. Mirar es dar a luz la información reconocida. Pero para mirar realmente se hace necesario vaciarse de las miradas saturadas de progenies, desliarse de la complejidad adquirida, de las secuelas que nos acompañan. Es entonces descubrir, conocer, distinguir, darnos cuenta. Mirar internamente nos lleva a tener conciencia de nuestros objetos mentales y a saber de uno mismo; de la misma manera que observar externamente es evidenciar la mirada que categoriza y fragmenta.

Mirar es, asimismo, reaccionar naturalmente cuando el ser humano se relaciona de forma inmediata y espontánea ante los estímulos de alrededor. Es el mirar descubridor de los primeros años de la niñez, la mirada inocente infantil, carente de sujeto psicológico. Mirada llena de sorpresa, sin apego ni ambición, mirada amorosa y sensible que se funde en el nuevo y fresco conocimiento de los objetos que comienzan a conformar su mundo. Si bien esta percepción se hace cada vez menos frecuente pues pierde la frescura y viveza debido a que el niño recibe cada vez con mayor intensidad la mirada adulta adusta del mandato, de la orden. Así lo expresa E. Canetti cuando escribe sobre «la orden» en su libro “Masa y poder”: «Entre quienes reciben órdenes, los más afectados por ellas son los niños. Parece un milagro que no se derrumben bajo la carga de cuanto les ordenan y sobrevivan al hostigamiento de sus educadores. Que todo eso lo transmitan más tarde a sus propios hijos, y que lo hagan con no inferior crueldad, resulta tan natural como masticar y hablar. Pero lo que siempre nos sorprenderá es que las órdenes permanezcan intactas desde la más temprana infancia: en cuanto aparecen las víctimas de la siguiente generación vuelven a estar ahí».

De esta manera, la percepción lúcida de la sorpresa es inadvertidamente velada, aunque, ocasionalmente, ella se manifieste todavía en los adultos. Nos referimos a la mirada asombrada que refleja la perplejidad ante lo inusual e inesperado del objeto. Como quizás le sucedió a Willem de Vlamingh en la Australia de finales del siglo XVII cuando vio por primera vez cisnes negros, inexistentes hasta entonces para el Viejo Mundo, razón por la que la imagen mental correspondía únicamente al cisne blanco. Una metáfora utilizada por N. N. Taleb para explicar la sorpresa y el impacto en el observador cuando un evento causa sorpresa, un hecho que luego pasa a ser racionalizado por el individuo.

Casi tan inexistente como era el cisne negro, lo es todavía en la época de la ciencia, la mirada del autoconocimiento que alberga la integración de la percepción asumiendo receptivamente todas las miradas: la infinitud de la mirada humana. Es la mirada unánime, íntima, que discierne y cobija, siendo el observador, participativamente, uno en ella. Es el umbral en que se acuña el silencioso conocer. Más allá del discurso racional empírico o abstracto y ausente de la presencia del sujeto pensante. Es la mirada que propicia la capacidad consciente, la mirada atestiguadora de la contemplación intuitiva.

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