Iñaki Egaña
Historiador

Spotlight vasco

En 2015 Spotlight ganó el Oscar a la mejor película, y se proyectó entre nosotros el pasado año. Como recordarán, el tema es de los llamados «delicados», aunque, en un mundo guiado por la lógica, no lo debería ser. Un diario, The Boston Globe, revela una red de curas católicos que abusan sexualmente de menores, en Massachusetts. La trama gira en torno a las dificultades del equipo de investigación del periódico para destapar el escándalo que afectó a decenas de sacerdotes. No se trataba de una manzana podrida sino de la cesta casi al completo.

Hace unos días, con notable retraso, vi la película. Y como en su tiempo lo hicieron otros críticos, me quedé horrorizado con una reflexión del periodista encarnado por Michael Keaton, cuando se refiere a la pederastia del clero como una cuestión conocida por todos a la que nunca hemos hincado el diente en la medida que se merece. Lo que, y ahí estaba el espanto de la interpretación, nos hace a todos cómplices, en su caso a los periodistas. Al resto, en mayor o menor medida.

Y lo he enlazado, no podía ser de otra manera, con el caso que «destapó» recientemente el obispo Munilla, el que afectaba a uno de sus súbitos en la diócesis guipuzcoana. Denunciado por abusos sexuales a niños, hoy adultos, el caso del sacerdote donostiarra encierra todos los elementos de una crónica política con uno de los lobbies por excelencia, la iglesia, en entredicho. Mucho poder, para tapar durante años la existencia generalizada de abusos, y hoy para relativizarla, como han hecho Munilla y el lehendakari Urkullu.

El primero, adelantándose a la noticia para gestionarla a su ritmo. Intentando transformar el concepto de verdugo (Iglesia) al de víctima (hemos sido engañados por una manzana podrida). El segundo llevándola al terreno privado de la Iglesia, como si abusos y violaciones fueran una cuestión familiar a la que los ajenos a ella no tuviéramos siquiera derecho a opinar. Aquel que juró su cargo arrodillado y humillado ante Dios es otro de los responsables, con mayúsculas, de ese olvido universal a unas víctimas sin reconocer.

Responsable al igual que el resto de actores que entran en el escenario, en especial todos los que desean que no se altere el orden general de las cosas. Me refiero a los medios del sistema, por la cercanía los ligados a Vocento en este caso. A la judicatura, fiscalía, policía… los que marcan las pautas de lo correcto y de lo incorrecto. Una red poderosa en la que hemos caído, casi sin percibirlo, el resto de ciudadanos.

La perversión sexual del clero, y aquí no caben modernidades ni ideologías relacionadas con los tiempos que corren, es un crimen horrendo enquistado y alargado en el tiempo, sin justificación alguna. Entre los elementos políticos que citaba, el ejercicio del poder absoluto y omnipresente ha sido el principal a la hora de ejercer el silencio. Un silencio que se ha correspondido con la inviolabilidad de todos sus miembros.

Los expertos nos dicen, según he leído en los últimos meses, que el 6% de los religiosos de EEUU está implicado en casos de abusos sexuales a menores. Hace un par de semanas, la noticia nos trasladaba a Australia donde el 7% de los sacerdotes católicos fueron acusados de abusos sexuales a niños, entre 1950 y 2010. Cifra oficial, filtrada por la Real Comisión de Respuestas Institucionales para los Abusos Sexuales a Niños. Entre 1980 y 2010, 4.500 personas denunciaron los abusos.

Resulta curioso que entre nosotros, el tema haya pasado de soslayo. Nos hemos fijado en las inmatriculaciones de la Iglesia, una actividad propia de elementos mafiosos. También en el papel de algunas monjas en el supuesto secuestro y venta de niños durante el franquismo. El tema de los bebés robados. Los más incisivos descubrieron la responsabilidad de algunos curas fachas en la señalización de los rojos de la República que luego serían ejecutados. Cuestiones importantes, sin duda. Pero irrelevantes, perdónenme la palabra, frente a la grande, la de los abusos sexuales a menores.

Si los números del Primer Mundo nos indican que entre el 5% y el 7% de los sacerdotes católicos han sido pederastas, las cifras de las que estaríamos hablando en Euskal Herria serían escandalosas. ¿O es que, por el contrario, la singularidad vasca evitó que nuestros religiosos fueran también especiales dentro del universo religioso? No hay elemento alguno que nos permita pensar que los curas vascos fueran castos con los niños. Mi experiencia particular, adelanto que nada científica por supuesto, me hace intuir lo contrario.

¿A qué me refiero? Desgraciadamente, y lo remarco con una mayor fricción al teclear las letras del ordenador, quienes hemos estudiado en centros religiosos, hemos conocido decenas de casos de abusos a nuestro alrededor. Estas semanas he referido el tema a viejos colegas y todos se reafirman en sus recuerdos. Quienes ahora tenemos entre 50 y 70 años, antes y después no tengo datos, sabemos de la generalización de los abusos. No hay orden religiosa que quede fuera de la denuncia. Todos sabemos de casos concretos, de religiosos pederastas que se transmitían de curso en curso. Y no sólo en Donostia, en Gipuzkoa. También en Araba, en Bizkaia, en Nafarroa, en Ipar Euskal Herria.

El recuerdo de estos abusos es traumático. Vuelvo a repetir que se trata de la experiencia de los testimonios que he recabado en las últimas semanas, de los que han pasado más de 40 años en la mayoría de los casos. Tan traumático o más que el de un torturado. Más traumáticos en general que las secuelas que han dejado en los represaliados políticos.

Como en otros lugares, los entonces niños guardaron silencio, acongojados por la referencia de quien abusaba sexualmente, delegado de Dios, medidor del bien y el mal, examinador a fin de cuentas de sus aptitudes académicas. El entorno lo sabía, lo sabíamos. Cuando cambiábamos de curso ya intuíamos incluso, por su físico, por su naturaleza, quiénes iban a ser los alumnos susceptibles de sufrir agresiones sexuales. El terror encubierto.

Algunos de aquellos niños vejados lo contaron en casa. Y la victimización se multiplicó. Era tanto el poder de la iglesia que nuestras madres, en general, se negaban a aceptar lo evidente. Como defensa ante una atrocidad, y también como resguardo para ese paraíso inexistente que nos prometían. Los enviados de Dios, sus delegados en la tierra, eran intocables. Porque ellos tenían las llaves de la eternidad.

Hoy la ordenación de un sacerdote o de un religioso es noticia. De cada tres sacerdotes vascos, dos están jubilados. Pero hasta 1970, los seminarios estaban repletos. Aún en 1983, Navarra contaba con 809 sacerdotes y 500 religiosos. En 1936, la hoy Comunidad Autónoma Vasca tenía 2.145 sacerdotes, 1.500 religiosos y 5.000 monjas. Durante el franquismo, la época que nos ocupa, citar a un 5, 6 o 7% de religiosos vascos susceptibles de cometer abusos sexuales nos llevaría a más del millar. Más de 1.000.

Es necesario y no quiero ser pretencioso añadiendo «urgente», que como en cualquier lugar con convicciones democráticas, se aborde una investigación profunda sobre los abusos sexuales del clero vasco hacia dos o tres generaciones de niños. Que se abran los archivos eclesiásticos (por cierto cerrados a cal y canto cuando hemos pedido permiso para investigar los crímenes de la guerra civil) y sepamos cuántos clérigos fueron castigados, si los hubo, o trasladados por pederastas.

Queremos saber, oficialmente, la verdad sobre un escándalo de, al menos, la misma magnitud que el de las torturas, las ejecuciones extrajudiciales, la impunidad policial, las agresiones de género o la falta de libertades civiles. Hay miles de víctimas esperando verdad, justicia y reparación. Para que tengamos la convicción de que se cumpla la cuarta demanda, la de la No Repetición.

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