Miguel FERNÁNDEZ
HERIDAS DE LAS GUERRAS

La frágil normalización de Kosovo

El pasado agosto se anunció la apertura a principios de 2017 del puente sobre el río Ibar, que divide Metrovica. El acuerdo, uno más desde que Kosovo y Serbia aceptaran normalizar sus relaciones, podría terminar con uno de los símbolos del conflicto. Aún quedan muchas rencillas étnicas.

El puente sobre el río Ibar, que divide la ciudad de Metrovica en dos, hace años que olvidó el significado de la palabra unión. Sus dos carriles de asfalto, en lugar de ser testigos del tránsito de personas y mercancías, se han erigido como símbolo del conflicto entre las etnias albanesa y serbia. Hasta el año 2013, cuando comenzó el proceso de normalización entre Kosovo y Serbia, las barricadas se elevaban aquí para recordar la disconformidad serbia con el statu quo que reconoce Kosovo como país independiente y Metrovica dentro de su soberanía. Gracias a los acuerdos políticos hoy no se atisban restos de barricadas y los obreros están rehabilitando este puente que se reabrirá al tránsito a principios del año que viene, pero la desconfianza entre ambas comunidades permanece intacta: los 20.000 serbios del norte y los 70.000 albaneses del sur apenas se juntan y rara vez cruzan a la otra Metrovica por temor a las represalias.

«Hemos escuchado muchas historias sobre el puente, pero hasta que no lo vea no me lo creeré. La mayor parte de quienes dirigen el norte son criminales de guerra que no desean un cambio porque obtienen beneficios. El problema en Metrovica es que ellos no tienen nada que perder. Serbia ha traído a gente desde otros lugares para ocupar nuestro país», se lamenta Besart, un albanés de 31 años que trabaja en el Ministerio de Sanidad. «Si Serbia no se entromete, todo es posible, incluso una solución. No tengo nada contra los serbios, pero sí contra su Gobierno», añade Teresa, una kosovar de 61 años.

En Metrovica, uno de los puntos en común a ambos extremos del puente es el escepticismo ante los avances que pregona la comunidad internacional. Zarko, un serbio de 50 años que pasea a su perro por el monumento a los caídos serbios en la guerra de 1999, cree que «el puente se puede abrir, pero los albaneses no vendrán aquí hasta que pasen décadas. Estamos divididos y ahora no es posible una solución. Mi casa y mi familia estaban en el sur. Ahora estoy en el norte. Antes de la guerra no teníamos problemas, pero los intereses internacionales desencadenaron todo esto».

Estructuras paralelas

Los recuerdos de la guerra de 1999 y la posterior independencia de Kosovo, en 2008, aún perduran en la memoria colectiva de ambas comunidades. Kosovo, considerado por los serbios como el corazón de su nación, nació como país con el apoyo de Estados Unidos y la mayor parte de miembros de la UE.

En la década que transcurrió entre la lucha y la independencia más de 100.000 serbios huyeron de la región, pero otros decidieron continuar convirtiéndose en una minoría –4% de una población de 1,8 millones– señalada. En seis enclaves como Gracanica, los serbios son mayoría y, en general, aceptan la independencia del país. Pero en otros cuatro municipios al norte de Metrovica, el descontento estalló en forma de barricadas y obstrucción a las fuerzas pacificadoras de la UNMIK y EULEX.

Los serbios, azuzados por paramilitares enviados desde Belgrado, se hicieron con el control de la franja norte del río Ibar, creando administraciones paralelas en justicia y seguridad y eliminando cualquier símbolo de la soberanía kosovar.

Gracias a la presión de la UE sobre Serbia, a la que exige una normalización de las relaciones con Kosovo para su proceso de adhesión, se iniciaron en 2011 los contactos técnicos para solucionar las aristas del conflicto.

Un año más tarde se acercaron posturas en cuestiones simples, como la aceptación de los diplomas educativos kosovares o la circulación de mercancías y personas, y más complejas, como el control conjunto de varios pasos fronterizos.

Estos avances se consolidarían en 2013 con los Acuerdos de Bruselas, un compromiso para buscar una solución dialogada al conflicto que fue aplaudido por la UE e interpretado por los políticos kosovares como un reconocimiento de facto.

Como contrapartida, Serbia, que aún no ha implementado acuerdos como el levantamiento del bloqueo en telecomunicaciones, aspira a lograr una gran autonomía gracias a la Asociación de Municipalidades Serbias, un acuerdo al que se opone parte del convulso Parlamento kosovar. La única condición impuesta por la UE es que la autonomía respete la Constitución kosovar. Pero teniendo en cuenta la posición de Belgrado, que juega con el tiempo y ha de mostrar cada avance como una victoria en política interna manteniendo el rol de víctima internacional, se aventuran años de vacuas negociaciones para abordar líneas rojas como el componente étnico de las fuerzas de seguridad, la distribución y recogida de impuestos o el grado de independencia legislativa y judicial de las autonomías serbias.

Según Karin Oliver, responsable de Comunicación Estratégica de la misión especial de la ONU en Kosovo (UNMIK), «se ha producido un progreso tangible en la integración de las instituciones en el norte de Kosovo. Antiguos policías y funcionarios serbios han sido integrados y tienen contratos laborales con las instituciones de Kosovo».

Pese a estos logros, Kosovo y Serbia se acusan mutuamente de la falta de avances, especialmente en Metrovica, donde las estructuras de poder paralelas siguen vigentes. «Ellos no confían en nuestra Policía y nosotros no confiamos en la suya. No podremos llegar a un acuerdo si las estructuras paralelas no caen. El objetivo de Serbia es mostrar que Kosovo no puede controlar su propio país. Quieren destrozar nuestra independencia. Quieren que Kosovo termine como Bosnia y que Metrovica sea como la República Srpska» asegura Besart.

Boro y Ramiz

Los Acuerdos de Dayton, de los que surgieron las estructuras de gobierno en Bosnia, diseñaron un estado de compleja gobernabilidad, con entes autónomos vetando las decisiones de los otros grupos étnico-religiosos.

Lejos de las palabras de Besart, comunes entre los albaneses, Belgrado parece más interesado en alejar Metrovica y las otras regiones de mayoría serbia de Pristina a través de una gran autonomía que, a diferencia de Srpska, no tenga ninguna relación con el Gobierno central. El Gobierno kosovar se opone y recuerda que el camino no se puede desviar en exceso del Plan Ahtisaari, la hoja de ruta del exenviado especial de la ONU y presidente finés Martti Ahtisaari que, por Constitución, da forma a la estructura del Estado kosovar, reconociendo su independencia y una descentralización. «Incluso sin ser el mejor de los acuerdos para nosotros, hemos sido capaces de aceptarlo. Es lo mejor que pueden conseguir», subraya Besart.

La vibrante vida en el sur de Metrovica, con sus calles reformadas y terrazas a rebosar, se va apagando a medida que el puente del río Ibar se acerca. Una vez se cruza, en el flanco izquierdo, un monumento recuerda a los caídos serbios. Las escasas banderas kosovares y las omnipresentes albanesas desaparecen y las únicas que se atisban son la serbia y las de los países de las fuerzas pacificadoras. Los coches, o bien no llevan matrícula o bien utilizan la serbia. El euro cede paso al dinar serbio. Las calles, jalonadas por casas destartaladas, hablan de dejadez, y de un triste silencio que envuelve al norte.

En una cafetería están sentados Kemal y Ljubisa, un albano-kosovar y un serbio. Ambos tienen 61 años y crecieron juntos: mismo colegio, mismos amigos, misma ciudad. Hablan de mujeres, sexo y amistad. Rompen el silencio de la franja norte y parecen ajenos al conflicto que rodea sus vidas. Kemal vivía en el norte y Ljubisa, en el sur. Kemal emigró a Suecia cuando comenzó la guerra entre Serbia y Croacia. Ljubisa emigró del sur al norte de Metrovica en 1999.

«La situación era muy mala en 1991. Empezaron las guerras y me fui» recuerda Kemal. «No sé por qué no me fui. Pero ahora, cuando veo a mi amigo, pienso que ojalá me hubiera ido. La vida era muy buena en Metrovica antes de la guerra. Ahora la situación es muy mala», interviene Ljubisa.

Kemal y Ljubisa, que en broma dicen ser como Boro y Ramiz, recordados comunistas que lucharon contra la ocupación fascista de Albania y representan la unión serbo-albanesa, rechazan profundizar en cuestiones políticas, aunque apuntan que el principal problema en Metrovica es el desempleo. «Los jóvenes no tienen trabajo y así no se soluciona ningún problema», dice Ljubisa. Kemal, profesor de educación física, coincide, y añade que «ojalá viniera un hombre como Tito y terminara de arreglar la situación». Ljubisa corrobora estas palabras y remarca que «el hecho de que nos matásemos entre nosotros, fue un sinsentido. Todo fue por culpa de EEUU».

Entre los serbios pocos dudan de que este conflicto se desencadenó por los intereses de EEUU en la región. Las calles de Pristina, con banderas y recuerdos made in America, nombres de líderes norteamericanos y la turística estatua de Bill Clinton, y la base militar Camp Bondsteel, la principal de EEUU en los Balcanes, evitan que los kosovares puedan rebatir esta influencia. Besart justifica la intervención bajo la palabra genocidio.

Asegura que no puede olvidar ni perdonar: «Empecé de cero. Fui un refugiado que llegó a pie a Albania y aún sigo siéndolo porque no puedo volver a mi casa, que está en el norte de Metrovica. Nunca podré olvidar lo que los serbios nos hicieron. Pero al menos podríamos convivir si reconocen el genocidio. Así podríamos mirar al futuro y dejar de recodar el pasado».

«Yo soy de aquí. Mi padre y mi abuelo eran de aquí. Es mi tierra. No tengo interés en que sea serbia o kosovar. Solo quiero una solución para que tengamos una vida normal, aunque sé que Serbia nunca reconocerá la independencia de Kosovo», resalta Zarko.

Tras dos décadas de conflicto, ambas comunidades parecen atrapadas en su pasado. Se acusan de hacer propaganda, cuentan historias opuestas. Los albaneses dicen que el norte es peligroso, un nido de criminales de guerra; los serbios dicen que Kosovo es peligroso, que los albaneses trafican con todo y atacan a los serbios. Los jóvenes, perdidos en esta atmósfera de tonos étnicos, se muestran reacios a una solución.

Las barreras mentales, más prominentes que otras físicas como el puente del río Ibar, siguen condicionando el desarrollo de Kosovo, un país con una importante diáspora, lastrado por la corrupción y cuyo principal objetivo es el reconocimiento internacional.

El 56% de los miembros de la ONU aceptan a la joven República. Incluso la FIFA lo ha hecho. Unos gestos que refuerzan a Kosovo en lo político pero que siguen sin apagar la llama del rencor étnico: según la UNMIK, cada mes se producen 25 enfrentamientos de probable carácter étnico.