Pablo L. OROSA
ELECCIONES EN KENIA (Y IV)

El alegato tribal sigue marcando la cita de hoy con las urnas en Kenia

En la campaña electoral ni Uhuru Kenyatta ni el candidato opositor Raila Odinga han hablado de educación. Ni de sanidad. Apenas lo hicieron sobre planteamientos económicos. Su estrategia se resume en un alegato tribal sobre la alianza entre kikuyos y kalenjin para seguir dirigiendo el destino de Kenia.

«La gente vota en función de su etnia, cree que si uno de ellos está en el poder las cosas serán mejores para ellos». Esta idea, expresada por el investigador en política social de la Universidad de Nairobi, Sekou Toure Otondi, resume lo que ha sido la política en Kenia desde la vuelta al sistema de partidos en 1991: no se vota por ideología, se vota por alianzas tribales.

Oficialmente el país cuenta con 42 grupos étnicos reconocidos, aunque apenas son seis, kikuyu, luo, luhya, kamba, kalenjin y masái, los que marcan la agenda nacional. Encabezados durante décadas por el padre fundador Jomo Kenyatta y en la actualidad por su hijo Uhuru, aspirante a la reelección en estos comicios, los kikuyos han sido desde la independencia el eje de la vida política en Kenia. Grandes empresas y latifundios han sido creados al amparo de una élite que disfruta de una vida de lujo entre las paredes de cristal que conforman el skyline de Nairobi. Según la revista Forbes, Uhuru Kenyatta se encuentra entre las treinta personas más ricas de África: es dueño de un importante conglomerado mediático, de negocios turísticos, bancarios e inmobiliarios.

El dominio kikuyo, la etnia más numerosa (suponen alrededor del 21% de los 42 millones de habitantes del país) y con mayor influencia política, ha desembocado en constantes acusaciones de usurpación de tierras y, sobre todo, de corrupción. «El régimen actual, el gobierno del Jubilee, fue elegido bajo la promesa de que aliviaría el sufrimiento de los keniatas», pero la realidad es que la sociedad sólo habla de la «corrupción rampante» y de «una economía deteriorada», afirma el comentarista político Hezron Ochiel. «Los verdaderos problemas del país», añade Sekou Toure, «son el paro y la corrupción».

Kenia ocupa el puesto 145 de 176 en el índice anual elaborado por Transparencia Internacional, mientras que la tasa de paro alcanza el 39,1%, muy por encima de otros países de la región y con importantes diferencias étnicas. «Kenia ha mostrado un progreso en los índices de desarrollo humano mejorando el acceso a la educación, la sanidad y la recogida de basuras, lo que permite a más personas salir de la pobreza extrema, pero ciertos grupos permanecen desamparados», reconoce el Programas de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). «Ves todos estos puestos, todos son para kikuyos”, traduce Joseph, uno de los líderes masái mientras avanza por el nuevo mercado levantado a las afueras de Nanyuki, el pleno corazón agrícola de Kenia.

Aunque ciertos estratos sociales vinculados a los movimientos universitarios de Nairobi, Mombassa y otras grandes ciudades del país tratan de introducir la necesidad de reformas económicas y de buena gobernanza en la agenda política, los candidatos centran una y otra vez su discurso en las afinidades tribales como eje de cualquier iniciativa: Hasta la crisis provocada por el ebcarecimiento de la cesta de la compra ha pasado a formar parte de este discurso étnico. La consecuencia, puntualiza Ochiel, es que como ocurrió en 2007 «el país acude a las elecciones fuertemente polarizado».

De Eldoret al Rift Valley

En la campaña electoral de 2007, las frecuencias FM de Inooro, Coro y Kameme convirtieron su programación en un relato tribal que pedía el voto para la mayoría kikuyo, entonces encabezada por Mwai Kibaki y hoy por el aspirante a la reelección Uhuru Kenyatta. Enfrente, Kass FM llamaba al “pueblo de la leche”, a los kalenjin mayoría en las montañas de Eldoret, a «limpiar la mala hierba», los kikuyos, de las tierras ancestrales del Rift Valley.

Meses de proclamas incendiarias, un eco de aquel proceso de deshumanización con el que la Radio Television Libre des Mille Collines animaba a los hutus a «exterminar a las cucarachas» tutsis durante el genocidio en Ruanda, se tradujeron en Eldoret, el bautizado como «hogar de los campeones» por sus afamados fondistas kalejin, en uno de los episodios más sangrientos de la violencia postelectoral que con casi 1.300 muertos y más de 600.000 desplazados desangró Kenia tras los comicios: una treintena de personas de etnia kikuyo, en su mayoría mujeres y niños, fueron quemadas vivas por una turba kalenjin que dio fuego a la iglesia en la que se habían refugiado en la madrugada del 1 de enero de 2008.

Tras unos años en los que la memoria de lo ocurrido atemperaba cualquier discurso tribal, la llegada al poder del gobernador Jackson Mandago en 2013 recuperó la tensión étnica como eje de la vida política en Eldoret. De pronto, en los nuevos puestos del mercado sólo había espacio para vendedores kalenjin y en las calles se volvía a hablar de «limpiar la mala hierba» y de acabar con las «ratas» (en alusión a los luhyas). Con los comicios en el horizonte, Mandago ha centrado su ira en los alrededor de 3.000 streets boy que mendigan por las calles de la ciudad. Al menos siete de ellos murieron durante una redada y son varios los centenares de chicos –en su gran mayoría pertenecientes a otros grupos étnicos– deportados o que han «desaparecido». Paralelamente, los grupos minoritarios en la ciudad, como kikuyos o luhyas, son permanentemente hostigados y amenazados.

«Eldoret es un punto crítico: muchas familias han sido desplazadas, mucha gente asesinada y mujeres violadas. El gobernador está haciendo que las condiciones de vida para el resto de comunidades –no kalejin–sean demasiado duras para que se marchen de la ciudad», afirma el activista Peter Njenga. Los exabruptos de Mandago han llegado ya a la política nacional: la National Cohesion and Integration Commission (NCIC), creada en 2007 para evitar la violencia, denuncia un posible delito de odio.

Al sur del país, en el condado de Narok al que fueron confinados los masái tras ser expulsados de las tierras fértiles del norte, las tensiones étnicas han aflorado al tiempo que se acerca la cita con las urnas. Los Purko, el clan que domina la afamada reserva Maasai Mara, exigen que el empleo se destine a los jóvenes de la comunidad, al tiempo que recelan de la llegada masiva de agricultores kalejin.

La victoria de Samuel Tunai, un miembro del clan minoritario Siria quien fue apoyado en 2013 por las comunidades kalejin y kikuyo de Narok para ser elegido gobernador, ha disparado las disputas en el condado: los enfrentamientos entre grupos son cada vez más frecuentes y los robos violentos de ganado se han multiplicado. Narok es según la NCIC uno de los «condados más vulnerables» a la violencia electoral. Los Purko están decididos a recuperar el poder en los comicios de hoy y han alertado ya de que no tolerarán un resultado como el de hace cuatro años. Un informe de Crisis Group apuntó a «actores políticos» están «movilizando» ya a jóvenes purko para tomar el poder. Tras lo ocurrido en 2007, Kenia aprobó una reforma constitucional en la que dividió el poder en 47 condados y blindó el papel de la Independent Electoral and Boundaries Commission (IEBC) para evitar un nuevo derramamiento de sangre. Lo logró en 2013, cuando con las heridas aún recientes Odinga aceptó resolver la controversia electoral –Kenyatta se impuso por un estrecho margen de votos que obligó al recuento manual de los mismos– en los tribunales, lo que se tradujo en una transición pacífica.

Sin embargo, los grandes problemas del país, como la distribución de la tierra o el acceso al empleo, no han sido abordados durante estos años y el país ha vuelto a un escenario muy similar al vivido antes de los comicios de diciembre de 2007: más de una veintena de personas han fallecido durante las primarias de abril y la oposición ya ha acusado a la IEBC de haber amañado las elecciones.

Horizonte 2022, espejo 2007

«Los políticos están de acuerdo en que no quieren que se repita la violencia postelectoral de 2007/8, pero sin unas elecciones creíbles esto no se puede garantizar», asegura Ochiel. Las anteriores citas electorales se han visto afectadas por irregularidades masivas: «Hemos presenciado una participación de votantes inusual de más del 90% en algunas regiones», continúa el reputado comentarista, quien confía en que la reforma dentro del equipo del IEBC tras las quejas de Odinga sea una «señal» positiva.

De lo contrario, el país podría volver a sumirse en el caos. A diferencia de 2013, en estas elecciones se empieza a dirimir también el horizonte 2022: ni Odinga ni Kenyatta está previsto que concurran a los comicios de ese año, lo que abre la veda de la sucesión en los dos grandes partidos del país. Mientras en las filas de la oposición el actual gobernador de Mombassa, Hassan Joho, se perfila junto con el líder del Amani National Congress (ANC), Musalia Mudavadi, como el heredero de Odinga, en la alianza gobernante, el Jubilee party, el juego de tronos podría acabar por desestabilizar el país: en 2022, los kikuyos deberían apoyar al actual vicepresidente, el kalejin William Ruto, pero son ya varias las voces que promueven el nombre del candidato a gobernador por Nairobi Peter Kenneth. Este movimiento rompería la alianza kikuyo-kalenjin que puso fin a la violencia electoral de 2007 y devolvería al país a un escenario todavía más inestable.