Mikel Arizaleta
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Ante el gran dormitorio

La palabra cementerio viene del griego koimeterion, que significa «dormitorio». Esta palabra fue introducida por los cristianos. Antes del cristianismo al lugar donde enterraban a los muertos se le llamaba «necrópolis», ciudad de los muertos.

Con la esperanza cristiana en la resurrección se le cambió el nombre por «dormitorio», de ahí que los cristianos dijeran que los muertos están «descansando en paz» a la espera de la resurrección. Hoy es claro que el cadáver Jesús se pudrió en la fosa y que la denominada resurrección de los muertos fue tan solo ilusión de permanencia y vida eterna.

Con el cambio de vida de los hombres ha cambiado también su muerte, que han pasado de estar en manos de dios a estar en manos de los hombres. Hoy el hijo es globalmente cosecha y querer de sus padres, si bien la Iglesia y sus obispos siguen queriendo arrebatar al hombre ese derecho. Más aún, se ha acortado tanto la parida y la crianza que estos últimos años son más numerosas entre nosotros las defunciones que los nacimientos, en parte en contra de los deseos paternos merced a la situación económica, a la inestabilidad del trabajo y a la reducción salarial. Se podría decir que hoy nacen menos de los deseados.

No tan así ocurre con el atardecer en la vida, con el morir dichosamente. Aunque también en este campo se han ido dando pasos. Sigue ese mundo en una nebulosa definida-indefinida semirreligiosa de sálvese quien pueda. La eutanasia sigue legalmente entre nosotros muy embridada y el suicidio asistido duramente castigado o, dicho claramente: a uno no se le deja morir dignamente como ni cuando quiere, si bien al dolor se lo va arrojando de la vida con los cuidados paliativos. Y aunque hoy el suicidio es una opción reclamada y empieza a ser derecho humano protegido, la muerte de uno sigue estando en manos de otros. Hay organizaciones particulares con densidad y reclamo social que van proponiendo soluciones como la fundación EXIT en Suiza, basada en una ley más de vista gorda que positivamente reguladora, pero los estados se muestran reacios jurídicamente e imbuidos de una mentalidad sacra ante la libertad de dejar en manos de las personas y su entorno el derecho al suicidio voluntario, al menos en circunstancias expuestas y exigidas por el afectado. Morir con dignidad es derecho de toda persona, incluido el suicidio, y obligación de los estamentos estatales prestar asistencia para que uno muera cuando y como quiera.

Porque si hay diferentes vivires también hay diferentes morires, como distintas son las visiones que sobre el morir tienen los vivos. Así, en este mes de noviembre y de hojas secas, arrastradas por el viento, provocan cierto fruncimiento de cejas las palabras lúgubres, que escribiera el temeroso y desconsolado Unamuno a inicios del siglo pasado: «[...] y me digo: ‘Tal vez cuando muy pronto /vengan para anunciarme /que me espera la cena, /encuentren aquí un cuerpo /pálido y frío /–la cosa que fui yo, éste que espera–, /como esos libros silencioso y yerto, /parada ya la sangre, /yelándose en las venas, /el pecho silencioso /bajo la dulce luz del blando aceite, /lámpara funeraria. /Tiemblo de terminar estos renglones /que no parezcan /extraño testamento, /más bien presentimiento misterioso /del allende sombrío, /dictados por el ansia /de vida eterna… Sí, lector solitario, que así atiendes /la voz de un muerto, /tuyas serán estas palabras mías /que sonarán acaso /desde otra boca, /sobre mi polvo /sin que las oiga yo que soy su fuente. /¡Cuando yo ya no sea /serás tú, canto mío! /¡Oye la voz que sale de la tumba /y te dice al oído /este secreto: /Ya no soy yo, hermano!».

Pero no es menos cierta la sonrisa e hilaridad que le brotan a uno al leer la observación en forma de pregunta, que hiciera el abuelo Leonardo Marías, ya con signos de demencia senil, a la familia reunida a la mesa sobre «si estaba ya muerto». Y el acertado comentario de su hijo Fernando en su bello libro de “La isla del padre”: «Le dijimos que no y asintió con cierta indiferencia. Puede que llevara días entrando y saliendo de la muerte y los contornos de la frontera se desdibujasen un poco cada vez. Puede que no le importase demasiado la cercanía de la muerte, y sin duda no la temía. Enorme lección, puesta sin aspavientos ante mí. Tal vez el miedo a la muerte es tan solo un pequeño error de juventud que se cura con los años».

En la novela “Bella del Señor” Mariette aconseja a Ariane: «Lo que digo yo es que hay que aprovechar la vida que cuando se es viejo, se acabó, y yo cuando esté enferma le diré a la monja del hospital que me arree un buen jarrazo en la cabeza pa acabar con todas, y hasta me da igual que no me entierren. ¡Que me barran con la basura si quieren! Prefiero aprovechar las perras pa pagarme un placer, una película o un pastel con pistachos y kirsch, que no me compren con mi dinero una caja que ni me enteraré cuando me metan dentro». El hombre de negocios, Mattathias, comenta en cambio que «lo que le consuela de morir es que dejará de pagar impuestos».

Albert Cohen, autor de la obra maestra de la literatura amorosa de nuestra época, en frase de Bertrand Poirot-Delpeche, remata la idea y lanza al viento un acertado consejo de vida ante la muerte: «Oh, jóvenes de greñas desmelenadas y dientes perfectos, gozad en la orilla en donde siempre se ama por siempre jamás, en donde jamás se ama siempre, orilla donde los amantes ríen o son inmortales, elegidos en una entusiasta cuadriga, embriagaos mientras sea tiempo y sed dichosos como lo fueron Ariane y su Solal, mas compadeceos de los viejos, de los viejos que pronto seréis, nariz goteante y manos temblorosas, manos surcadas de gruesas venas endurecidas, manos con manchas marrones, triste marrón de las hojas secas».

Y nos recuerda a todos que la juventud no vuelve. «Ya no volverás, juventud mía, juventud mía que era ayer, y me duele la espalda, y puede que ese dolor de espalda marque el principio del fin. Me duele la espalda y tengo fiebre y mis rodillas están cansadas, y habrá que llamar a un médico. Pero prefiero concluir mi labor, dice el que fue joven. Apresúrate, dice, apresúrate, loco y apacible obrero, serio cosechador de la desdicha, apresúrate, que estas sensibles aves pronto callarán, apresúrate, sobreponte a la fatiga que desciende la noche, recoge algunas gavillas. Ánimo, dice con voz desmayada como la voz de su madre. Y vosotros, hombres, adiós, dice. Adiós, resplandeciente naturaleza, me dispongo a entrar en la madriguera eterna, adiós. Bien mirado, no tuvo nada de divertido lo de aquí abajo».

Como dice el anuncio el mundo está cambiando. Y es tan rápido el cambio en la vida de los hombres que lo escrito en los sesenta queda ya caduco y démodé en nuestros días, la incineración casi ha anulado el dar tierra al difunto. Se escribía por entonces: «Pues no vive el hombre más que el espacio de un parpadeo y viene luego la podredumbre eterna, y cada día das un paso más hacia el agujero en el que enmohecerás en medio de gran estupidez y silencio, con la única compañía de gusanos blancos y lustrosos como los de la harina y el queso».

Noviembre en la vida de las gentes. Reina el silencio en los cementerios donde duermen los antiguos amantes y sus amadas. No más esperar carta, no más noches exaltadas, no más húmedos latidos de los jóvenes cuerpos. Ni tampoco más impuestos. Todo eso ahora en el gran dormitorio. Yacentes todos, esos regimientos de silenciosos jacareros huesosos que fueron frenéticos amantes. Tristes y solos en el cementerio. Amantes, quedáis en vuestras terrosas madrigueras.

«Y yo me iré y se quedarán los pájaros cantando». Morir con dignidad porque nos gusta la vida, parece una paradoja y sin embargo no lo es. Asumir la muerte con serenidad, ser dueño de la propia vida hasta el instante final, ser él mismo desde el alumbramiento hasta la tumba, es algo que hoy todavía resulta difícil, diría que imposible.

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