Iñaki Egaña
Historiador

Continuidad perfectiva

Con las elecciones generales al caer, el autor trae al recuerdo un concepto utilizado en la Transición, la «continuidad perfectiva», para remarcar que no hubo cambio alguno y concluir que en estos tiempos en los que se habla de Segunda Transición todo indica que las fuerzas españolas, incluso las que se dicen adalid del cambio, seguirán en su intransigencia.

Ahora que los tiempos anuncian supuestamente el cambio en las raíces del sistema que hemos padecido en las últimas décadas, deseo rescatar un término que, olvidado, yace en el baúl de los recuerdos de la Transición española. No quiero ser agorero, pero mucho me temo que, aunque con otras palabras, estamos en las mismas. Anteayer, en los últimos años de la década de 1970, llamaban al cambio controlado, «continuidad perfectiva».

Nada que ver, por cierto, con ese concepto que usan los directores cinematográficos, continuidad «perceptiva». Uno de perfección, el otro de percepción. Sin entrar en cuestiones que apenas conozco, ambos beben de la misma fuente. Percibimos mejor los objetos fijos, los trazos semejantes que los discontinuos.

Para que nos entendamos, no me quiero enredar en etimologías, orígenes y rotaciones semánticas, el debate que se produjo con la restauración monárquica a la muerte de Franco, era el de Reforma o Ruptura. Como bien saben, triunfó la Reforma en el Estado, el aparato gubernativo se transmutó intacto y sentó las bases de la democracia parlamentaria, antes orgánica. El franquismo, sumando a su oposición de orden (ese es precisamente su haber más destacado), puso los cimientos del escenario que ha llegado hasta nuestros días. La continuidad perfectiva.

Es cierto que lo de continuidad perfectiva no es un término al uso. Puede resultar más o menos chocante, a pesar de que, en un inicio, fue el eje, como redundo, del discurso de la Transición. Lo de continuidad parece claro, se trataba de mantener los poderes que dominaron el espectro español desde 1939 hasta 1976. Lo de «perfectiva» ya es más complicado. Lo adivinan y así es. Una derivación del derecho natural más restringido, del de pernada, del de conquista, de la ley de Dios…

Es decir, el sistema es el correcto, en sus formas, en sus términos y en su contenido, pero, como todo en esta vida, es mejorable en detalles y en las debilidades propias de su desarrollo. De eso se trataba. España era el sujeto, sus fuerzas naturales, (banca, iglesia, ejército, etc.…). La continuidad y el sistema democrático a partir del sufragio era lo perfeccionable.

Arias Navarro, el llamado «Carnicero de Málaga» (verdugo en la guerra civil) fue el que lo acuñó en enero de 1976. No tenía muchas luces Arias, así que alguien se lo redactó. Y ofreció la mejor definición que he leído sobre el significado de la continuidad perfectiva: «Hay que mejorar la herencia recibida y forjar, dirigidos por la alta magistratura del Rey, el futuro de un pueblo empeñado en conquistar más amplios horizontes de libertad, bienestar y justicia».

Hizo la declaración ante el Consejo Nacional del Movimiento, transformado en nuestros días en Consejo de Estado. Luego lo pusieron en circulación los artífices del «cambio», en especial Fraga Iribarne e incluso un «nostálgico» como Blas Piñar se apropió del mismo. Con el tiempo, supimos que los que apostaron por la Reforma dieron el concepto por bueno.

En los últimos meses, y en especial desde las elecciones europeas, forales y autonómicas, parecía que el «perfeccionismo» bipartidista, aquella Transición que comenzó a llamarse primera, se tambaleaba. El movimiento del 15M, el eco de construcciones mediáticas como las revoluciones árabes o naranjas, el fenómeno Podemos, las plataformas y mareas ciudadanas, crearon un caldo de cultivo que acuñó su propio léxico. Términos a los que no estábamos acostumbrados, al menos al sur del Ebro: Laicismo, Justicia Social, Tercera República, Segunda Transición…

Pero llegó el debate de la nación… de la nación española, espoleado por la reserva espiritual de Occidente (poderes fácticos), por el proceso soberanista catalán, por el cambio estratégico de ETA (su invisibilidad en la construcción del enemigo) y aquel castillo de ladrillo pareció convertirse en una fila de naipes. La deriva inducida en Grecia, la extensión de la guerra siria, iraquí, sunita o chiita, y la posibilidad de perder posiciones ante un «cambio imposible», facturó el resto.

Los aires revolucionarios que parecían llevarnos en volandas a esa Segunda Transición (española, en Hego Euskal Herria a pesar de Estatuto y Amejoramiento aún estamos pendientes de la primera) se disipan, a mi entender, tras un contraataque del propio sistema que mantiene sus genes intactos, con algunos detalles. Fueron los borbones los primeros en percibirlo, cambiando su cabeza de familia en un santiamén, luego los banqueros y empresarios del Ibex, con una nueva marca blanca para la derecha (Ciudadanos).

Y, posteriormente, esa reconducción del espacio a la izquierda por donde se cohesiona a España históricamente: la noción de patria. Una noción que, por la propia naturaleza de su génesis, no tiene escapatoria. Ser progresistas de veras significa ir contra la propia noción de España como estado-nación. Y ahí se perdieron los que buscaban la alternancia al comienzo, la alternativa después.

Es probable que quien me lea habitualmente me encuentre cansino. Es un cúmulo de acumulaciones, con redundancia: «Antes una España roja que rota» (Calvo Sotelo), «Nada se parece más a un español de derechas que un español de izquierdas» (Josep Pla), «El proceso catalán es una aventura ilegal e inquietante que pone en peligro la convivencia» (Felipe González), «Podemos es la mejor garantía para la unidad de España» (Pablo Iglesias). En resumen, artículo 2 de la Constitución española: «Nación española, única e indivisible».

El gatopardismo político llevó al PSOE al poder en 1982. Un PSOE que se tragó sus promesas. La idea de «cambiar algo para que nada cambie», la de Giusepe Tomasi di Lampedusa que Visconti trasladó a la pantalla, nuevamente remarcó que una apreciación particular, tiene todos los visos de repetirse, como en 1982. Entonces, en descargo, el franquismo estaba muy cerca, los temores al golpismo, a los militares endémicos que asustaban con la sangría de 1936. Hoy, en cambio, los banqueros y las asociaciones de empresarios apenas necesitan de un correo electrónico para imponer. Y ahí, en «el remitente solicita confirmación de que ha recibido el mensaje», está la clave.

No habrá, con los mimbres actuales, segunda transición española, ni vuelco electoral en una sociedad que se nutre de lo más granado de la intransigencia europea, despreciada por la mayoría de su clase política que únicamente tiene percepción de ella en vísperas electorales. Llegarán proclamas demagógicas, retóricas sobre la continuidad perfectiva, y quién sabe cuántos conceptos similares con letras diferentes. Y luego, volveremos a recordar, para consolarnos, a Lampedusa. Y lo maléfico que era Arias Navarro.

No quiero, para terminar, poner el acento en el fracaso. Las generalidades, asimismo, no explican la complejidad. En Madrid, pero también en Bilbao. Sé perfectamente que el ritmo, endiabladamente lento a veces, nos descorazona. Alguien dijo, con mucha razón, que «la única batalla que se pierde es la que se abandona». Por ello, a pesar de que el horizonte cercano no sea halagüeño, la revuelta continúa. Hasta la victoria final.

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