Jule Goikoetxea
Profesora de la UPV-EHU

Indiferentes

El problema no está en los misóginos radicales, que son pocos y aburridos,  sino en los indiferentes de izquierdas, que son muchos y graciosos.


Se nos educa para que sintamos mucho más ciertas violencias y degradaciones que otras, más la muerte de un ser humano que de una mosca, más la violencia contra los hombres, sobre todo si son gudaris, políticos y/o ricos, que contra las mujeres, sobre todo si no son gudaris, políticas y/o ricas. Se haga con intención o no, el discurso patriarcal es dominante en todas las instituciones y todos los medios, no hay más que ver la cantidad de espacio que se le da a dichas muertes y sufrimientos, y la cantidad (y calidad) que se le ofrece a eso que mata a 700 mujeres por década, a eso que explota y degrada sistemáticamente, en bonanza y en crisis, a la mitad de la población.

Es sarcasmo izquierdoso, tan informal como institucionalizado, tan socializado que aquellos que lo llevan a cabo ni siquiera lo identifican como tal. Es violencia de la buena, esa que se reproduce sin intención, esa que invisibiliza, desprestigia e infravalora a las mujeres sin estrategia androcéntrica explícita, basta con que los jefes de redacción, los líderes de opinión, políticos y profesionales actúen con total normalidad, ya que es esa su normalidad la que reproduce la violencia.

Una violencia, simbólica y material, que si no se confronta conscientemente y a diario, con esfuerzo y persistencia, seguirá su curso durante miles de años más, con la misma normalidad con la entras en cualquier diccionario digital para buscar un sinónimo pongamos de «coqueta» y te encuentras con que además de que todos te reenvían a «coqueto», porque como todo el mundo sabe la «o» va antes que la «a» en el orden alfabético, te describe como «frívola, vanidosa, provocadora» mientras que «coqueto» es algo agradable, mono, acogedor. Y si, frívola, vanidosa y provocadora, introduces la palabra «golfa», te redirige a «golfo: pillo, sinvergüenza, granuja» para a continuación insultarte de nuevo, científicamente, por supuesto, como «golfa: prostituta, ramera, fulana».

Y puedo seguir siendo científicamente clasificada en la zona más perversa de la historia de la humanidad durante prácticamente todo el orden alfabético de la A a la «z», «z» de zorro: astuto, pícaro, sagaz, pero «z» de zorra: prostituta, ramera, fulana, puta. La violencia contra las mujeres se enseña en la calle, en las paradas de autobús, en los libros de texto, en la familia, la escuela, la tele, la prensa, los diccionarios y el puesto de trabajo, de forma totalmente democrática.

La violencia simbólica y material contra las mujeres se reproduce a sus anchas mediante el sistema sanitario, judicial, legislativo, educativo, productivo… «700 mujeres asesinadas en el estado español en los últimos 10 años». Y la gente se lleva las manos a la cabeza, mientras proliferan las cuentas en las redes sociales justificando estas muertes (del tipo @muerenpocas) y mientras el Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad (y recalco: Sanidad e Igualdad), se felicita cada vez que cierra una de esas cuentas; cuentas cuyos propietarios tienen un perfil «abyecto y miserable» dicen desde el Ministerio. Sí, un perfil abyecto y miserable, pero en libertad. Igual que aquellos perfiles que en libertad y legalidad pagan a las mujeres un 23% menos que a los hombres por el mismo trabajo. Igual que los perfiles que consienten que sus parejas, mujeres, trabajen 2 horas más de media al día que ellos en trabajos no remunerados. Perfiles que a su vez se llevan las manos a la cabeza ante las estadísticas de muerte que si no fueran solo de mujeres, se considerarían cifras propias de un conflicto, además de político, armado, y en toda regla.

Pero de nada sirve sentirse indignado y llevarse las manos a la cabeza. La indignación sin activismo es como la pena cristiana, que reproduce la pobreza para poder seguir sintiendo pena. Los gestos de sorpresa e indignación no son prácticas, son gestos que no hacen más que untar vaselina por todo el circuito de la reproducción patriarcal, de la misoginia material y simbólica pasando por la misoginia analógica y digital. La misma cara de sorpresa que pone el cura católico cuando alguien peca. El problema no es el Papa, el problema son los creyentes. El problema es estructural no sólo porque se reproduce mediante el Estado, los medios, las instituciones, sino porque son los indiferentes estructurales los que pueblan y dirigen las instituciones, el Estado, el sistema educativo, los medios… Los y las indiferentes estructurales son aquellas personas que han democratizado la violencia contra las mujeres. En especial todos aquellos demócratas que se llevan las manos a la cabeza mientras sin mover el culo de su epistemológico asiento presidencial (sea en el despacho, en el taller, en la familia, en actividades de ocio) se indignan con sus párpados y sin desatarse los zapatos mientras tachan de exageradas, poco rigurosas y subjetivas (versus objetivas) las prácticas, críticas y posturas feministas (y radicales) de sus compañeras y compañeros.

El problema no está en los misóginos radicales, que son pocos y aburridos, sino en los indiferentes de izquierdas, que son muchos y graciosos.

El problema está en los que dirigen periódicos, radios, programas televisivos, escuelas, bares, discotecas y por supuesto empresas, políticas públicas... y están supuestamente a favor de la paridad. Nuestro mayor problema son todos aquellos hombres y mujeres que se identifican de izquierdas y no hacen más que reproducir la violencia contra las mujeres mediante su falta absoluta de implicación. Y este problema se refleja en todos aquellos relatos nacionales, narrativas socio-históricas y políticas que este país ha construido discriminando sistemáticamente a la mujer.

Yo, igual que el resto de mujeres vascas, tenemos una elegante lista de héroes nacionales, héroes en virtud de su lucha contra la dominación. Héroes que en muchos casos han oprimido a las mujeres para hacer (más) libre… ¿a la otra mitad? Toda nuestra narrativa nacional actual está escindida completamente de la lucha, el trabajo, el lenguaje y la resistencia de las mujeres. Parece ser que no se trata tanto de desmantelar aquellos sistemas de dominación que por sus consecuencias estructurales explotan y oprimen a más gente. Parece que se trata de que la dominación de los hombres sobre los hombres, no la de los hombres sobre las mujeres, sea eliminada, ya que es esa dominación la que, mayormente, molesta. El quid de la reproducción de la violencia contra las mujeres está en nuestros Emilios (Rousseau), aquellos con los que convivimos y trabajamos a diario, aquellos que militan y escriben hermosos artículos y manifiestos a favor de la insumisión, la lucha contra los poderes hegemónicos y el orden neoliberal, a favor de la desobediencia, de crear contrapoderes…mientras tratan y viven, de facto, la dominación sobre las mujeres como algo no sólo secundario, sino como algo de lo que pudieran desentenderse.

Si fueran hombres los 700 muertos de la última década, esto estaría lleno de comités internacionales de paz, planes de reconciliación, comisiones de la verdad, expertos en justicia transicional, expertos en resolución de conflictos, pero como son mujeres las que se asesinan, violan y maltratan, aquí no hay ningún conflicto que merezca una solución político-jurídica integral ni intervención ni comisión internacional de paz y de desarme, nada de reconciliaciones, nada de memoria, nada de verdad. Porque donde no hay valor, no hay memoria y donde no hay memoria no hay verdad. Y la mujer para los hombres (incluidos los de izquierdas) no tiene el valor que tienen los hombres. La persistencia social de la violencia y la discriminación contra las mujeres lo delata.

El problema no es que tenemos enemigos con tanto dinero, poder y prestigio que han construido regímenes políticos funcionales solo mediante la degradación y explotación sistémica de la mujer. Se mata, viola y degrada con estos niveles de intensidad y persistencia porque los hombres implicados en la lucha política en contra de la opresión resulta que son Emilios que siguen creyendo que su libertad es universal, mientras que la libertad de la mujer es, eso, de la mujer.

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