NAIZ
BOGOTÁ

La mujer wounaan, del desplazamiento a la protección de la cultura indígena

Elsa y Orfa Moya son hermanas e indígenas wounaan, dos de las mujeres líderes de la comunidad Agua Clara, a orillas del río San Juan, en el Valle del Cauca colombiano, que hace algo más de un año tuvieron que abandonar su territorio ante la llegada de los paramilitares.

Miembros de las comunidades indígenas Embera y Wounaan, durante un encuentro. (ACNUR AMÉRICAS/FLICKR)
Miembros de las comunidades indígenas Embera y Wounaan, durante un encuentro. (ACNUR AMÉRICAS/FLICKR)

Durante décadas pudieron defender su tierra entre amenazas y por decisión popular determinaron no dar cobijo ni a la guerrilla ni a los paramilitares, pero el desplazamiento acabó por volverse inevitable y con él la pérdida de sus recursos y de su cultura.

Ahora, cuatro meses después de haber vuelto a lo que queda de su resguardo, vestidas con ropa «occidental», ambas recuerdan que antes de tener que huir a la ciudad más cercana, Buenaventura, vestían sus propias prendas y ni hombres ni mujeres solían cubrirse la parte superior del cuerpo con otra cosa que no fueran sus tinturas para la piel.

Desde finales de 2014, y por un año, los 350 miembros de la comunidad, sus 63 familias, vivieron hacinados en el coliseo deportivo de la urbe, donde el inexorable contacto con las costumbres locales les ha cambiado para siempre.

«Tratamos de mantener nuestra cultura. Pero ha sido muy difícil. Y ahora que pudimos regresar nos lo han quitado todo», explica a Efe Elsa, en su complicado castellano, ya que su lengua madre es indígena.

«Cuando llegaron [los paramilitares] esperamos unos días para hacer resistencia. Pero finalmente decidimos marcharnos porque teníamos miedo. (...) Y aunque apenas tenemos qué comer, estamos contentos de regresar», relata la indígena en un encuentro facilitado por International Women's Media Foundation (IWMF).

Mientras los hombres wounaan pelean con las instituciones colombianas para que se les reconozca su «desplazamiento masivo» y les ayuden a lograr agua potable y recursos para poder recuperar algo de electricidad y cultivos, las mujeres de la comunidad luchan por la pervivencia de sus raíces.

No obstante, ellas también participan de las decisiones comunales, y aunque sus maridos desarrollan cierto liderazgo, la palabra de la mujer siempre es escuchada.

Con una cosmovisión eminentemente basada en la protección de la naturaleza, en un solo dios que es de todos, y «cuatro mundos» –la tierra, el cielo, el agua y lo invisible–, los wounaan cuentan con alrededor de 9.000 miembros en toda Colombia, según los últimos datos del censo nacional, y se reparten entre los departamentos del Valle del Cauca y el Chocó, en la costa pacífica.

Ubicados en una «zona estratégica» en la boca del océano, los wounaan han sufrido también el impacto del conflicto armado que vive el país, como otras etnias que conviven repartidas por toda la nación y cuyos asentamientos acabaron siendo campo de batalla.

Orfa trenza un jarrón con fibra de palma de «werregue» mientras explica que con artesanías como esa, cuya elaboración se ha ido transmitiendo entre las mujeres de la comunidad generación tras generación, esperan también poder aportar a la recuperación de su resguardo y al autoconsumo.

«Además de los jarrones también hacemos rituales para los animales, rogativas, hacemos bailes y cantamos para que la naturaleza se porte bien con nosotros y no se repita la violencia», narra Orfa, de 29 años y ya con cuatro vástagos.

Al tiempo que las dos hermanas relatan las costumbres que tratan de mantener, las jóvenes de la tribu se preparan para hacer una de esas danzas, al son de la «tambora», elaborada por ellas mismas, y que, de nuevo, toca una mujer.

Tras representar varias de ellas, ante la atenta mirada de los más pequeños, una de las adolescentes, la menos tímida, confiesa que quiere volver a la ciudad.

«Cuando me obligaron a ir allá fue difícil porque apenas entendía el español, pero ahora me gustaría regresar, allá hay más cosas que hacer y podría seguir estudiando», asegura, rodeada de otras seis niñas de su edad que no se atreven a decir una palabra.

La influencia de la «civilización», como ella misma lo describe, les ha marcado una impronta que será difícil de revertir, sobre todo para las de menor edad, calladas y vergonzosas, quienes por naturaleza deberían seguir los pasos de sus madres para transmitir sus enseñanzas.

En medio de su silencio solo una pregunta les arranca una respuesta a coro y unánime, ¿volveréis a llevar el torso desnudo?. La respuesta fue «no».