Raúl Zibechi
Periodista

China toma ventaja en energías renovables

La caída de los precios del petróleo ha sido analizada desde los más diversos ángulos. Cuatro han sido los argumentos más destacados: la caída de la demanda global por el estancamiento de las economías y, sobre todo, el enfriamiento de la economía china; la sobreoferta por la creciente producción de los yacimientos de esquisto de Estados Unidos; el desafío de Arabia Saudí y sus socios de no reducir la producción, y agudizar la caída de precios para hundir a los productores estadounidenses que tienen costos mucho mayores; y, finalmente, el fortalecimiento del dólar.

Desde las izquierdas se ha insistido en que tanto Arabia Saudí como Estados Unidos estarían empeñados en castigar con la caída del crudo a tres de sus principales enemigos: Rusia, Irán y Venezuela. Todos los argumentos tienen su peso pero, al parecer, ninguno tiene en cuenta cuestiones de más largo plazo. No se puede ignorar que la demanda se ha estancado como consecuencia de la crisis y del enfriamiento de la economía china, y que la producción crece en base a la fractura hidráulica (fracking), mientras Estados Unidos camina hacia el autoabastecimiento aún a costa de la salud de su población. Sin embargo, China es quien más se beneficia de la caída de los precios del crudo, ya que es el mayor importador mundial.
Ante un panorama confuso parece necesario echar una mirada de más larga duración. Varios análisis confirman que estamos ante un punto de inflexión respecto al petróleo y que los precios no volverán a los cien dólares en muchos años. Michael T. Klare, profesor de estudios por la paz y la seguridad mundial en el Hampshire College, sostiene en un largo artículo («La verdadera historia detrás de la caída de los precios del petróleo», "Rebelión" 20 de marzo de 2015), que estamos ante «el colapso del modelo de negocio de las grandes petroleras basado en maximizar la producción».


La lucha «enfermiza» por aumentar la producción en base a gigantescas inversiones para extraer «petróleo no convencional», consiguió aumentar la producción de 85 millones de barriles diarios en 2005 a 93 millones en 2014 pese al declive de muchos yacimientos. Los tres supuestos detrás de estas inversiones se vinieron abajo, según Klare: «que, año tras año, la demanda continuaría aumentando; que esa demanda creciente aseguraría precios lo suficientemente altos como para justificar las costosas inversiones en petróleo no convencional; y que la preocupación por el cambio climático no alteraría la ecuación de manera significativa».


Desde un lugar completamente diferente, el think tank Laboratorio Europeo de Anticipación Política llega a conclusiones similares: lo que entró en crisis es «el sistema de gobernanza mundial del mercado del petróleo» (Geab N° 90, 15 de diciembre de 2014). En 2005 la demanda de los países emergentes superó la de Estados Unidos, Europa Occidental y Japón juntos. La reacción de la superpotencia ante el riesgo de perder el control del mercado de petróleo fue, en vez de reformar la gobernanza anterior anclada en sus acuerdos con Arabia Saudita de 1945, «romper cualquier lógica de coordinación mundial mediante la creación de un mercado en competencia, el mercado del petróleo de esquisto a precios más bajos».


Esa ruptura de la gobernanza petrolera global se combina, estima el Laboratorio, con otra mucho más profunda: “el fin del petróleo como fuente de energía primaria en la economía mundial”. O, mejor dicho, el comienzo del fin. En rigor, el uso del petróleo seguirá siendo importante durante mucho tiempo, pero «la era del petróleo soberano ha terminado y esto por supuesto supone un cambio sistémico». La presión de la opinión pública a raíz del cambo climático, juega en este sentido un papel decisivo.


Ambos análisis coinciden en dos puntos: las energías renovables serán el eje del cambio de la matriz energética y China es el país que marcha a la vanguardia, pese a su enorme dependencia de las importaciones de petróleo. Pero esa misma dependencia es un estímulo para las enormes inversiones que está realizando en energía eólica y solar, que en muy pocos años lo colocaron a la vanguardia en un terreno que desconocía dos décadas atrás.


La historia del sistema-mundo nos muestra que existe una estrecha relación entre el ascenso de potencias hegemónicas y la utilización de nuevas fuentes de energía. La máquina de vapor, en la que se basó la primera Revolución Industrial desde fines siglo XVIII, aceleró el desarrollo económico de Inglaterra y su ascenso al rango de primera potencia global. A partir 1890, en el período del ascenso de Estados Unidos sustituyendo el papel de Inglaterra, la máquina a vapor impulsada por carbón cedió su lugar a los motores de combustión interna impulsados por hidrocarburos derivados del petróleo. Durante más de un siglo la superpotencia tuvo acceso privilegiado a los principales yacimientos de petróleo a precios muy inferiores a los del mercado.
Es probable que el actual ascenso de China vaya de la mano de una nueva matriz energética, como ha sucedido con las potencias que la precedieron. China produce un tercio de la energía eólica del mundo, un 50% más que Estados Unidos y casi tres veces la producción de Alemania. Crece a un ritmo brutal: en 2014 representó el 41% de toda la energía eólica instalada ese año en el mundo, frente a sólo el 5% de Estados Unidos.


En cuanto a la energía fotovoltaica, de origen solar, el país asiático se posicionó en el primer puesto junto a Alemania, superando a Estados Unidos pese a haber comenzado más de una década después. Según la Unión Española Fotovoltaica, China instala cada año un 33% de toda la potencia de energía solar del mundo. Wikipedia estima que China produce aproximadamente el 23% de los productos fotovoltaicos que se fabrican en el mundo.


China tiene una ilimitada capacidad financiera para invertir en energías renovables, lo que le otorga una notable ventaja frente sus competidores occidentales. Una parte de esos recursos los vuelca hacia los coches eléctricos, los que tienen más futuro. Para 2016, el mayor emisor de carbono del mundo está imponiendo que al menos el 30% de los nuevos vehículos del gobierno estén alimentados por energía alternativa. Para 2020, la meta es alcanzar cinco millones de vehículos eléctricos en las carreteras. Los vehículos tienen derecho a una exención de un impuesto del 10% del precio de compra, así como placas de matrícula gratis emitidas en ciudades como Shanghai, donde las placas de un coche de gasolina convencional pueden costar alrededor de 11.000 euros.


Para eso debe superar algunos escollos. El principal es la insuficiente cantidad de estaciones de servicio para recarga eléctrica. El boletín del centro de pensamiento europeo anticipa que la transición hacia el coche eléctrico habrá alcanzado un punto de inflexión en los próximos cinco años, al alcanzar una masa crítica que hará que el proceso de sustitución de las gasolinas sea irreversible.


La industria automotriz china muestra un dinamismo asombroso. El año pasado fabricó 23 millones de vehículos, mientras en 2002 apenas alcanzaba los tres millones. La producción de los Estados Unidos quedó estancada en 12 millones. Pero los países occidentales han alcanzado un  límite: la superpotencia tiene casi un vehículo por habitante mientras los europeos oscilan entre 500 y 700 coches cada mil habitantes. China aún no llegó a los 200 vehículos cada mil personas, lo que le da un amplio margen para seguir creciendo.


Si una parte de ese crecimiento se asienta en coches eléctricos, será la nación mejor colocada para superar el paquete contaminante petróleo-gas-carbón-nuclear del que sigue dependiendo Estados Unidos. Una ventaja adicional que confirmaría el papel de China como sustituto del decadente imperio.

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