José Miguel Arrugaeta
Historiador

El laberinto colombiano

La reciente captura de un general colombiano por las FARC ha tenido como consecuencia la «suspensión» temporal de las negociaciones de paz. Más allá de este incidente, y de su desenlace final, cualquier acuerdo de paz y normalización que ponga fin al conflicto que sacude Colombia desde hace más de seis décadas se mueve constantemente en un campo minado.

Cuando comenzaron los diálogos de paz entre el Gobierno de Bogotá y las FARC, muchos se asombraron del paso dado por el presidente Juan Manuel Santos, pero la decisión era previsible si se tienen en cuenta los resultados de los once años de estrategia netamente belicista (dos mandatos de Alvaro Uribe y los tres años del primero de Santos), pues más allá de los importantes golpes mortales que sufrieron los principales cuadros dirigentes de la guerrilla (organizados y ejecutados por fuerzas especiales de los EEUU, como se conoció posteriormente), las fuerzas insurgentes acabaron por adaptarse a las nuevas circunstancias bélicas, aunque sin duda perdieron en el trayecto parte de sus efectivos además de la iniciativa militar.

La estrategia gubernamental de guerra total no fue sino un arrogante y sangriento intento de acabar con el conflicto colombiano sin importar las consecuencias, apoyados firmemente por un Gobierno norteamericano que solo sopesó aspectos militares y de inteligencia, en la creencia de que tal objetivo era posible.

Tras una década larga, la cuantificación en términos de víctimas y asesinatos, desplazados, violaciones masivas de los derechos humanos y sociales, corrupción institucional e implicación estatal en crímenes de lesa humanidad, como los falsos positivos (más de cuatro mil jóvenes asesinados impunemente como supuestos guerrilleros) o el abierto apoyo del Ejército a los narco-paramilitares, convertían esta etapa en una de las más infames de la historia de Colombia, lo cual, tratándose de ese país, es bastante decir.

A pesar de todo, la insurgencia no desapareció, sino que se replegó a lo profundo del país, mientras que los movimientos sociales se refugiaron en el interior mismo de la sociedad colombiana, anunciando el enquistamiento de un conflicto desgastante y sin salidas.

El desarrollo de la guerra civil colombiana en este periodo estaba, sin embargo, desacompasado de los tiempos que vivían sus vecinos latinoamericanos, empeñados en transformaciones y reformas democráticas, donde los gobiernos progresistas y de izquierda jugaban un papel cada vez más protagónico. El entorno regional de Colombia cambiaba a ojos vista mientras que la deriva de su confrontación interna comenzaba a desbordar sus fronteras hacia Venezuela, Ecuador, Brasil y Panamá, cada vez con más asiduidad.


Las condiciones internas y externas se fueron alineando, incluyendo la convicción norteamericana de que el balance costos-resultados tampoco garantizaba sus importantes intereses de seguridad y económicos, así que finalmente el Gobierno Santos decidió que si no se podía ganar la guerra, habría que negociar la paz.

A partir de esta conclusión, las negociaciones de La Habana se pueden valorar dependiendo del punto de vista. Así, en cuanto a resultados se refiere, se pueden constatar avances significativos en puntos esenciales como son el tema de la tierra, la participación política inclusiva, el combate al cultivo y contrabando de drogas y adelantos en el tratamiento de reparación a las víctimas y reconstrucción de la verdad. De la misma manera, si uno quiere referirse a las carencias y debilidades, hay que resaltar que ninguno de estos puntos se ha cerrado al completo y numerosos matices y divergencias quedan pendientes.

El arribo a La Habana recientemente de importantes jefes militares de las FARC y de una delegación de alto rango del Ejército colombiano anunciaba el comienzo del decisivo punto de desmovilización y desmilitarización, y es en medio de esta expectativa que acontece la captura del General Rubén Darío Alzate y sus dos acompañantes.

Las negociaciones de paz que acaban de cumplir dos años en La Habana fueron desde el inicio bastante atípicas. Un Gobierno que se sienta con una organización guerrillera y dilata al mismo tiempo sine die el inicio de conversaciones con la otra organización insurgente, el ELN. Unos diálogos con acompañamiento y garantías internacionales, y finalmente la inflexible y peligrosa decisión del Gobierno Santos de negociar la paz sin un alto el fuego, lo que consecuentemente exponía el proceso de dialogo a los avatares de cualquier incidente grave, y el mejor ejemplo es la captura del General Alzate.


En cualquier conflicto la semántica juega también un papel; así, las declaraciones de Santos denunciando el «secuestro» del General Alzate y la repetición del término por parte de los grandes medios internacionales no son sino un contrasentido y una prueba de cinismo. Este alto oficial fue hecho prisionero, junto a un cabo y una abogada trabajadora de las Fuerzas Armadas, en una zona controlada por las FARC; además, el citado General, con 31 años de servicio, cuenta con un amplio currículum de mando en tropas antiguerrilleras, y por donde ha pasado sus fuerzas han sido acusadas de manera reiterada de violación de derechos humanos y connivencia con los paramilitares.

Más allá de las extrañas circunstancias del hecho, pues el General de adentró intencionalmente en una zona guerrillera, hay que preguntarse cuál es exactamente la queja del Gobierno contra las FARC. ¿Qué han capturado a un General? No hay ningún armisticio, por lo tanto, eso es mera lógica bélica.

Este incidente en realidad pone en evidencia que la posición gubernamental de negociar la paz al tiempo que continúan los combates es un sinsentido y una incongruencia de impredecibles consecuencias. La reiterada negativa de Santos a un alto el fuego razonable tiene como consecuencia no solo el hecho que comentamos, sino también, por ejemplo, que 639 policías y militares hayan perdido la vida en enfrentamientos durante los dos años de negociaciones, a los que hay que sumar la numerosa cifra de civiles y guerrilleros muertos también en este periodo.

Esta realidad retroalimenta a los guerreristas, que encabeza Alvaro Uribe, quienes no pierden ocasión para atacar el proceso de paz y pedir un regreso al conflicto total. A ellos no les interesa ver si el vaso de las conversaciones está medio lleno o medio vacío, su objetivo es sencillamente romper el vaso de cualquier manera.


El posterior acuerdo, por mediación de Cuba y Noruega, por el cual la guerrilla procederá a la liberación de las cinco personas capturadas recientemente (el General, tres soldados y una abogada trabajadora de las FFAA) y el Gobierno volverá a la mesa de diálogo, será un gesto de buena voluntad y prueba de compromiso con la paz de las FARC. Sin embargo, más allá de la noticia, hay que subrayar que las contradicciones del Gobierno van a seguir siendo la principal amenaza a la esperanza de paz del pueblo colombiano.

El presidente Santos y los sectores que lo apoyan nadan entre dos aguas, su nuevo mandato presidencial se lo debe al medio millón de votos que le prestó la izquierda institucional colombiana con un solo objetivo, que logre un acuerdo de paz y se aleje la amenaza de retorno de esa pesadilla que se nombra Alvaro Uribe. Pero al mismo tiempo, Santos y Uribe son hijos de una misma madre, una oligarquía autoritaria que ha gobernado por más de dos siglos Colombia como si fuese una hacienda.

Son tiempos de definiciones en Colombia. O el Gobierno apuesta por la paz, decididamente, sin complejos ni miedos al poderoso uribismo, y esto incluye un alto el fuego permanente y la revisión de su negativa a convocar una Asamblea Constituyente (única forma de acorralar al partido guerrerista), o por el contrario las expectativas del pueblo colombiano podrían verse condenadas a seguir vagando en su laberinto, sin encontrar salidas de justicia, paz y una democracia real.

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