Joan Llopis Torres

El sol tibio de aquellas playas de invierno

Pues no hay patria ni ya la habrá en común, si esa patria había de ser la de siempre y de los mismos, la de los miserables; la España en que chocan los trenes, la que persiste entre vencedores y vencidos, y se vuelve a paisajes grises y desolados, olvidados los colores de la esperanza otra vez perdida.

Hagamos un cóctel con historias cruzadas de trenes y estaciones por las que ha circulado la vida que todos conocemos, aunque tendemos a olvidar que nuestros abuelos y, para muchos, nuestros padres, no conocieron otro mundo que aquél que no sabía de colores, el que aparecía en «el nodo», más que los tristes grises de aquellos largos años de penurias y sufrimientos. Los años de posguerra que sucediéndose unos a otros interminables entre vencedores y vencidos, entre miserias y necesidades, fueron llevando a las gentes de nuestro pobre país de aquí para allá, siempre con miedo y desesperanza, aun con la esperanza obligada de conseguir para los hijos un futuro mejor; para muchos, siguiendo las columnas de humo y los pitidos de los trenes, el traqueteo de los vagones con asientos de madera, cargados con maletas de cartón, fiambreras, cansancio en el alma y los cuerpos doloridos por los largos recorridos que, en aquellos años, aunque ningún tren llegaba a su hora, siempre algunas estaciones permanecían abiertas, mudas de reproches y generosas, a la espera de acoger a miles de familias que llegaban año tras año y eran recibidas con los brazos abiertos, y con las que todos, unos y otros, compartieron esa nueva vida de esperanza que nos ha traido hasta hoy, con ese olvido ahora sabido, pues este ignorante país llamado españa, esa miserable gente que siempre nos ha gobernado, siempre ha consumido, tergiversando, haciendo desmemoria de la verdad y de la verdadera historia, la esperanza de su gente, la que hoy sigue sin comprender qué ha ocurrido pasados aquellos años, salvo por aquellos, siempre los mismos con otros nombres, que no dejan que esos trenes lleguen a su destino, como entonces llegados y recibidos en estaciones de concordia y entendimiento, y vuelvan a encontrarse hoy, otra vez, todos ellos, todos, sin tierra, con desencanto y sin patria, aunque algunos, con la misma mezquindad, lo ignoran.



Pues no hay patria ni ya la habrá en común, si esa patria había de ser la de siempre y de los mismos, la de los miserables; la España en que chocan los trenes, la que persiste entre vencedores y vencidos, y se vuelve a paisajes grises y desolados, olvidados los colores de la esperanza otra vez perdida.



Los hijos de aquellos que fueron recibidos, hoy, desagradecidos, no comparten el devenir al que la historia ha llevado al país de acogida, y siempre, porque su patria ha de imponerse a la patria de otros, para que ahora, ante tanta incomprensión, aquellas estaciones se encuentren, por el tiempo, abandonadas y en deshuso, cerradas a la falta de nobleza, a la falta de memoria y tolerancia, a la falta de comprensión con aquellos que un día les ofrecieron su pan, confiados que los vientos, de donde soplaran, ondearan unos mismos anhelos.

Yo provengo de una familia de pescadores. Mis abuelos eran de un pequeño pueblo que nació a causa de las dificultades que los campesinos de tierra adentro encontraban en años de pocas cosechas, teniendo que dejar –como en el caso de mi abuelo, muy joven– la casa de sus padres y hacerse pescador, esperando conseguir una mejor vida, dejando en aquellas circunstancias las tierras de labranza, siendo el pequeño de trece hermanos; cuando entonces, aquella playa, todavía no existía como pueblo y empezaba a nacer en esos días. Vivían en la playa y pescaban, eso era todo y de donde rehacer su vida. Poco a poco se fue formando el barrio de pescadores, unas hileras de casas frente a la playa y el mar, donde nació mi madre entre días de vientos bonancibles y otros de fuertes levantes que impedían salir a pescar. A grandes rasgos, pues este no es el interés de este escrito sino dibujar el contexto de lo que se pretende, lentamente fue creciendo el pueblo, viendo aquéllos hombres como la guerra, como en los años de desgracias y de menguadas cosechas, interrumpía su vida y otra vez sus esperanzas, para acabar también perdiendo las barcas pudriéndose en las playas entre las olas siempre indiferentes. Hasta llegar a los años cincuenta y sesenta de los que cuesta decir del siglo pasado, en que con las circunstancias de entonces, la vida se había ido rehaciendo con esfuerzos y trabajos y lo que ya todos sabemos de aquellos años, incluidas también para el recuerdo las fotos en blanco y negro.

Siendo patrón, a mi abuelo lo llevaron frente a un comité de la CNT-FAI, al pueblo del que dependía entonces el barrio de pescadores, que juzgaba a vida o muerte según entendieran el caso. La única defensa que pudo sostener fue mostrar sus manos encallecidas y decir a los miembros de aquel tribunal que siendo él patrón le enseñaran ellos sus manos y a ver quién de allí podía presumir tener menos que él más que las barcas con las que pescaba y que quiénes eran los que querían matar a los pescadores y con qué motivos. Finalmente se volvió andando los tres kilómetros que separan el entonces pueblo de la barriada en la playa. En casa de mis abuelos de pequeño yo escuché incontables historias, de pesca más que de otra cosa, de gentes y de todo tipo de asuntos de aquel reducido mundo, en definitiva, del pueblo, su vida y sus gentes; también que los moros arrancaban los ojos a las mujeres antes de violarlas, y cosas así. No es esta la historia que quiero contar aquí, sino para llegar a cómo acabó viniendo gente de otros lugares al pueblo. Entonces, yo vivía con mis padres en Tarragona y no hacía otra cosa en vacaciones que querer ir a casa de mis abuelos, la playa, a cazar estorninos al paseo de la estación, mientras fueron haciéndose corrientes los seiscientos, las vespas, los televisores Westinghouse, llegaran las canciones de la época y los primeros turistas.

En mis años de instituto, cuando iba al pueblo por vacaciones, en alguna ocasión que recuerdo entrañablemente, pues ese era el sentimiento con el que me contaban su historia, me decían, los que yo veía como hombres hechos y derechos, yo estoy en el pueblo gracias a tu abuelo. Pues siendo la mayoría murcianos, habían venido contratados por mi abuelo, pagándoles el viaje y dándoles dinero para que se sostuviera modestamente la familia, hasta que él pudiera ganarse el salario, lo que se llama la parte, y pudiera ir tirando hacia adelante, hasta traerse a sus seres queridos, procurándoles alojamiento y satisfaciéndoles las primeras necesidades, como sucedía con todos los que poco a poco, entre los muchos que llegaban de todas partes, se quedaban en el pueblo. A eso yo le llamo «un estatuto», un acuerdo entre hombres decentes que procuran el bien para los suyos, y así ineludiblemente, para todos.

Claro, aquí no importa la cronología, sino dejar puesto más o menos el antes y el después, y dar pinceladas con colores claros y sencillos para a través de aquellos años quizás poder entender qué ha ido sucediendo y donde estamos después de todas las vivencias de esas gentes que en tantos pueblos convivían. Mi madre, en mis primeros años de escuela me enseñaba lo que iba con «be alta» y con «be baja», y yo, sin haber mejorado mucho en saber arreglar lo que estropeo, aunque siempre me ha dolido, la corregía, que no madre, que es con be y con uve, para mi madre no discutir y seguir con sus cosas, aunque recuerdo sintiéndolo en este instante que escribo, pues los sentimientos se recuerdan sintiendo, que yo me quedaba con una especie de disgusto que adivinaba en mi madre y en su silencio, sin saber entonces, aun deseándolo, cómo corregir.

Años después, con doce años, me hicieron aprender una poesía que decía «hola, hidalgos y escuderos de mi alcurnia y mi blasón, mirad, como bien nacidos, de mi sangre y casa en pro»; «de mi sangre y casa en pro», claro, se la recité satisfecho a mi madre de memoria, suponía yo que no habría problemas pues no existía ahí la cuestión de la be alta y la be baja, para que pueda entenderse que a una mujer hija de pescadores que había trabajado en todas las labores de una casa de pescadores con el nombre apropiado de las cosas y vivido un mundo que, aun habiéndolo dejado atrás, aun habiendo sido una vida de trabajos, ella sentía como maravilloso, ahora lo sentía perdido irremisiblemente entre unos versos que no sabían nada del sol tibio del invierno ni de la brillantez del sol de verano, de las olas del mar ni de la dorada arena de las playas que pisan los pescadores, para, con el silencio que sólo saben guardar las madres, seguir recordando lo que nunca volverá, un pasado de barcas en las playas que ahora en aquellos primeros años sesenta se habían convertido en los de estudiar lo que ignoraba a nuestra tierra, a nuestro mar y a nuestra lengua; incluso supimos años después que aquellos a quienes desde siempre se les había hablado en castellano para entenderse como único motivo, ahora exigían el castellano como derecho sintiéndose agredidos aun sabiendo de aquellos años de represión en todos los sentidos, sintiéndose ofendidos donde antes se quiso compartir vientos y anhelos. Hasta que entendí más tarde leyendo con atención lo que me habían hecho aprender, el motivo y el significado «Hola, hidalgos y escuderos de mi alcurnia y mi blasón, mirad, como bien nacidos, de mi sangre y casa en pro». De «Un castellano leal» (Duque de Rivas).

En el acuerdo de convivencia –llamado formalmente Estatuto– que acordaron y aprobaron los catalanes, después en el Parlamento de España fue también aprobado aunque severamente corregido, para resultar que, aunque estando los catalanes decepcionados, haber sido aprobado por todos españoles, no fue suficiente soberanía la de todos, para haber sido con posterioridad en la práctica anulado por un tribunal, al que nadie le pudo enseñar los callos de las manos ni convencer ni hablar de convivir, pues aun no siendo el fallo con posible pena de vida, entiende de la vida de muchas personas que sintieron sus anhelos, los mismos de entonces, pisoteados y traicionados por estos vientos, para resultar que aquellos que habían denunciado contenidos de esos acuerdos como ilegales, los permitieron en otras tierras donde gobernaban los que los habían denunciado, teniéndolos allí por buenos. Ahora esas personas expulsadas de sus propias aspiraciones han emprendido el camino de vuelta a un pasado que aunque ya no volverá, han dado la espalda en ese camino a los errores, a las imposiciones sufridas, al tiempo perdido y a las traiciones, como sabe en silencio una madre –en el silencio de una madre siempre hay dolor–, pero sea cual sea el futuro querido en ese camino, nadie podrá impedir que ese sea el que se quiera, como a nadie se le puede pedir que elija entre una falsa disyunción, entre la madre y la Patria, pues la madre es la Patria, y no podrá existir otra Patria que el silencio y el dolor frente a la triste ignorancia del devenir histórico de hoy que quiere subyugar a los hombres decentes que aunque tarde –siempre lo es–, quieren emprender la vuelta a su casa cual sea la Historia y la pobreza que haya que arrostrar, y con los suyos; con la decencia que encierra no querer saber nada de escuderos, de hidalgos de lealtades castellanas y de otras casas de pro, por no haber entendido a unas casas que os lo dieron todo y a un pueblo que os lo hubiera seguido dando todo, pero nada se puede anteponer a lo que para los hijos de de ese pueblo significan los valores que nos han legado los que nos han precedido, sin que haya habido gente más generosa, y ese pueblo, no penséis lo contrario, no regresará, aun sabiendo algunos que al final de ese camino no se encuentra la Cataluña que hubiera sido posible, ni saber yo sinceramente, ni yo ni nadie, si no serán demasiadas esperanzas, demasiado tiempo perdido, demasiado tiempo olvidado.

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