Antonio Alvarez-Solís
Periodista

La fabricación de idiotas

Idiota.- Para los griegos, persona egoísta. Para los romanos, persona con poca educación o ignorante. En la Edad Media, monje incapaz de leer las Sagradas Escrituras. En términos de moral equivale a perversión de los sentidos. En ciertos casos clínicos por herencia, persona que puede llegar a la ceguera. Ahora, simplemente idiota.

Causa estupefacción que la primera potencia del mundo haya situado en la dirección de sus servicios de «Inteligencia» a los personajes que declararon ante la comisión militar del Senado norteamericano acerca de las supuestas manipulaciones cibernéticas rusas para colapsar en todos los sentidos la vida y la seguridad de Estados Unidos. No entro ni salgo en los contradictorios comportamientos que defienden «patrióticamente» unos y otros –americanos y rusos– para mantenernos libres y seguros, pero creo que nadie puede alegar defensa de la democracia política o de los derechos humanos mientras practica una diplomacia cerrada, que lo falsifica o lo oscurece todo, u opera con los criminosos métodos de las organizaciones de Inteligencia, tan próximos a los horrores del llamado «crimen organizado». Crímenes que en ocasiones rebasan en gravedad, por su cinismo y daño, a las violencias mafiosas al ser cometidos al amparo de la ley y en el marco de las instituciones. De nuevo acudamos a Cicerón cuando juzga en el Senado los torcidos procederes de Antonio: «¿Quién reconoce aún a Antonio como cónsul a menos que se trate de ladrones?». Eso mismo me pregunto yo ante casos como el que analizo.

Refiriéndonos al «crimen organizado» o mafioso, no creo que haya nada tan bien «organizado» como esos atentados contra pueblos o grupos humanos víctimas del Imperio, desde cuya dirección sus variados líderes tratan de garantizar la democracia y la paz del mundo, que no está constituido por nosotros sino que está reducido patentemente a los grandes especuladores bursátiles, a las potentes corporaciones industriales y a las redes familiares más ricas, que tienen en sus manos enguantadas la generación de las leyes y su consecuente administración por la sospechosa justicia institucional.

En las declaraciones ante la mencionada comisión senatorial se practicaron gestos y se hicieron declaraciones aberrantes al justificar la supuesta limpieza de unas actuaciones de la Inteligencia americana amparadas en la «lealtad» al país, como las que protagonizó el gran patrón del espionaje y contraespionaje estadounidense bajo el mandato de Obama, Sr. James Claper. En esta ocasión fue presentado, por el contrario, el Sr. Assange, fundador de Wikileaks, como un locoide traidor por hacer públicos unos cientos de documentos estupefacientes, pero ciertos, sobre actuaciones norteamericanas en Medio Oriente y otros lugares de la Tierra, como la criminal guerra de Irak, en cuya exaltación y conducción, digamos de paso, mostraron su verdadero perfil moral personajes españoles como el protagonista de la extrema derecha, Sr. Aznar.

Repito que no trato de distinguir a nadie, a favor o en contra, ante tan lamentables comportamientos, sino que me limito a protestar enérgicamente por esta práctica de torturas y de muerte, propias del «crimen organizado», que siempre se practican, según sus autores, para proteger la libertad y la seguridad en los pueblos, cuando realmente persiguen el apoyo y fomento de los intereses de una minoría de jerarcas políticos, económicos, culturales y hasta religiosos. Unos y otros han sumergido a la sociedad en una indignidad permanente al forzarla a elegir entre violaciones que son equiparables. Sí, equiparables, incluso con el subrayado de que los Estados y sus servidores en cuestión –que han privatizado arteramente todo el aparato público– disponen de medios legítimos para mantener dignamente un gobierno basado en el respeto a todos los derechos. En este momento recuerdo una parrafada de un norteamericano prominente, Franklin D. Roosevelt, en la que hablaba así de la sustancia de la democracia: «La libertad en una democracia no está a salvo si tolera el crecimiento del poder en manos privadas hasta el punto de que se convierta en algo más fuerte que el propio Estado democrático». ¿Y acaso no resultan privadas estas manos que se hurtan al conocimiento popular? ¿Dónde están hoy esos respetables presidentes norteamericanos –Lincoln, Kennedy, el mismo Roosevelt– ante esa inmensa mayoría que se apoyan en la filosofía pragmatista que sustenta desde su nacimiento el imperialismo norteamericano? «La más sintética de las fórmulas –dijo James, el determinante pensador del pragmatismo– es la que sienta que la realidad es aquello que nosotros atendemos. Nosotros necesitamos obrar fríamente como si la cosa en cuestión fuese real y continuar obrando de tal modo hasta que nuestra vida llegue a hacerse real». Y añadía Peirce, otro gran definidor del pragmatismo: «Hagamos que todos los hombres que rechazan la creencia establecida permanezcan en silencio». Sumemos a todo lo anterior este brindis, quizá irónico, hecho supuestamente por un potentado en un banquete que tuvo lugar en París para celebrar la festividad del 4 de julio: «Por los Estados Unidos, limitados al norte por el Polo Norte, hacia el sur por el Polo Sur, hacia el este por el solo naciente y hacia el oeste por la puesta de sol».

Siempre la utilidad. La utilidad determinada por el beneficio que se haya de lograr, sin entrar, claro es, en el contenido moral de ese beneficio, que siempre ha de medirse, en términos del pragmatismo, por el poder adquirido en el sector de que se trate, aunque ese poder proceda con rapiña y violencia. Eso es Estados Unidos, protegido por su Inteligencia. Respecto a esto último escribe Dewey, uno de los cuatro grandes del pragmatismo: «Bueno es lo que el individuo aprecia, valora, desea; todo lo que siente es bueno para él». Con este principio sobre la mesa ¿es bueno para el americano el poder que se logre con las actividades de su Inteligencia? Es bueno. Quizá tenga razón Stefen Hawking cuando en una entrevista contesta a un periodista acerca de lo que un joven español ha de hacer para satisfacer su ambición científica: «Irse a Norteamérica». Es decir, nada menos que el británico Hawking recomienda como sede propicia a Estados Unidos, ese aterrador agujero negro que todo lo engulle y lo rehace a su medida, como el único destino ideal para consumar el matrimonio del ser humano con su realización definitiva. Me gustaría tener claro si el inmenso saber del gran matemático de las estrellas tiene algo que ver con la sencilla y ética sabiduría que necesita el vivir cotidiano, hecho por emociones, voluntad moral y ambiciones y lealtades trascendentes.

Cuando contemplo lo resultados del dramático y destructor imperialismo norteamericano, que afecta incluso a una parte sustancial de su población, me pregunto hasta dónde llegará su admisión por las populosas turbas que aspiran a convertir su interior en un robot monstruoso al servicio de minorías con una ilimitada voracidad ¿No hace falta ya la libertad digna? ¿Se puede sostener que la democracia es posible paradójicamente con toda renuncia a las ambiciones que debieran beber en una limpia fuente democrática? Lo grave de la granja orwelliana hacia donde van empujando la manada humana, no es que nos introduzcan violentamente en ella, profanando nuestra alma, destruyendo siglos de esfuerzos liberadores, sino que aceptemos esa estabulación con admirada adhesión de idiotas. Quizá en el futuro haya que estudiar nuestros huesos para saber realmente como éramos, como vivíamos y, sobre todo, a que aspirábamos en esta época nuestra. Pensaba en ello hace unos días mientras entretenía mis animadas horas residuales en la visión –que no visionado; a ver si salvamos algo– de un documental sobre la destrucción de Pompeya.

Bilatu