Iñaki Egaña
Historiador

La muerte de nadie

Para estas víctimas no hubo campañas específicas en televisión, ni empresarios en prisión, ni en condicional, ni bajo fianza. No hubo comisiones de investigación, ni asignaturas especiales en las escuelas que trataran de la voracidad de los propietarios, de la complicidad de las instituciones, del terrorismo de la patronal.

Hace ahora nueve años, en el verano de 2008, falleció en accidente laboral un trabajador rumano, en Luko. Las primeras noticias señalaban que tenía «unos 30 años». A medida que fueron haciéndose las comprobaciones pertinentes se supo que en realidad tenía 51. Su nombre no trascendió, el Gobierno vasco filtró sus iniciales, F. P., y ahí acabó el duelo social. La noticia no era la del fallecimiento de F. P. sino que se trataba del primer muerto en la obra del Tren de Alta Velocidad en territorio vasco. Cinco años después, para agosto de 2013, ya eran siete los muertos en las obras del TAV. En el último accidente, en Bergara, la víctima ya se desinicializaba, José María Castillo Alonso, 44 años. No supimos de su familia, de sus hijos, de sus amores, de su trayectoria laboral, tampoco la política. Víctima, como tantas, invisibilizada.

El TAV es una obra pública y como tal, las muertes tendrán una responsabilidad pública, pensarán ustedes. Nada de eso. Matar en privado, al menos dentro de las coordenadas capitalistas de precariedad, inseguridad, jornadas interminables, es gratis. También con inversiones públicas. Entre 2010 y 2013 fallecieron en accidente laboral en tareas subvencionadas con dinero público 40 trabajadores. No hubo concentraciones en los aniversarios, tampoco minutos de silencio en los parlamentos de Gasteiz o Iruñea, tampoco escraches frente a las sedes de las patronales vascas.

Los accidentes laborales han formado parte de esas grandes estructuras que nos acogotan para decir que entramos en la modernidad, que no podemos perder el tren del progreso. Nadie reivindica los muertos, los heridos en las obras de San Mamés barria, en Tabakalera de Donostia, en la Super Sur, en el BEC, en la estación de autobuses de Gasteiz. Hoy, la biblioteca Koldo Mitxelena de Donostia, un proyecto nacional, digno y ejemplar, anuncia su cierre por un par de años para acometer su renovación. Fue inaugurada en 1993 tras el traslado de los fondos de la Plaza de Gipuzkoa, en poder de Diputación. En aquellos trabajos de remodelación fallecieron dos obreros portugueses. Por muchas vueltas que he dado, no he podido localizar sus nombres. No los he visto reflejados en una placa, un recordatorio, como si nunca hubieran estado unidos a este centro cultural, ni siquiera para dar su último aliento

Porque lo de poner nombre y apellidos a las víctimas de la codicia empresarial al parecer tiene sus vetos. No sólo la identificación. En 2009 falleció un «operario» en Eibar, en las obras del Corte Inglés. Nunca supimos su nombre. Ese mismo año, otro «operario» de Ordizia fallecía en Etxalar, en las obras de mejora de la carretera. Los medios citaron el nombre de la empresa para la que trabajaba, Gruas Usabiaga, pero no el de la víctima. Ahora son operarios, hasta el abecedario es hurtado para la familia. Otro «operario» falleció en las piscinas de Jauregizahar de Zornotza por una fuga de gas, mientras otros dos lo hacían en un reducido plazo de tiempo en las instalaciones de Michelín, en Gasteiz. En los diccionarios sindicales la palabra es obrero, trabajador, proletario. En los patronales se ha convertido en «operario».

Dicen que nuestra democracia es joven. Que comenzó en 1977. Pues resultó que en abril de ese año una explosión en Pinturas Ripolín de Basauri mató a seis trabajadores: Marcos Irisarri, Rafael Urrutia, Leandro Castillo, Genaro García, Segundo Ibáñez, Antonio Quinteiros y José Luis Arkotxa. Hemos recordado, con todos los impedimentos conocidos, los nombres de los siete muertos provocados por las fuerzas policiales españolas en esas mismas fechas, cuando demandaban amnistía para los presos políticos vascos. Pero desaparecieron de los listados los muertos y heridos por el terrorismo patronal.

Unos meses después de la tragedia de Basauri, otros seis obreros fallecían al reventar una caldera, en los locales de la empresa láctea Beyena, en el alto de Kaxtresana, en las cercanías de Bilbao: Pedro Torralbo, Marcos Salaberria, Florencio Setien, José García, Manuel López Eguren y Teodoro Arana. Si retrocediéramos exactamente diez años de la fecha indicada, hasta abril de 1967, nos encontraríamos con la muerte de 16 trabajadores en el hundimiento de la empresa Frimotor de Erandio. Sus nombres fueron apenas titular de una esquela: Isidro Martín, Ángel Otermin, Segismundo Serrano, Paulino Sánchez, Castro Carrera, Aitor Zenazurrabeitia, Ignacio Esturo, Carlos Martínez, Constantino Bárcena, Pedro Tejerina, Jesús Fontaneda, Francisco López, Luis Rodríguez, Anastasio Laca, Luis Díez y Jesús Lizaso.

Sirvan al menos estas líneas para recordar que detrás de unos nombres y apellidos comunes hay vidas segadas, irreconocibles para la posteridad. Que, sin una estadística fiable, sin ningún organismo que quiera ponerse el buzo para su investigación, los fallecidos en Euskal Herria en accidente laboral en el último medio siglo pasarán de 4.000. Una cifra de escándalo, tapada por una losa gigantesca.

Las muertes en accidentes laborales en Hego Euskal Herria han superado el centenar cada año, a veces más de 150, hasta que en 2009 se redujo la tendencia. Ese año ya fueron 85 y al año siguiente, 2010, uno menos, 84. Según datos de Osalan (CAV) e ISPLN (Nafarroa), en 2016 fueron 49 las víctimas mortales provocadas en Hego Euskal Herria en accidente laboral (607 en el Estado español, 16.000 por enfermedades de origen laboral, como el amianto). Miles de accidentes sin fallecidos se producen con cadencia cotidiana, manteniendo un estado que sigue activado desde el comienzo de la industrialización. Los accidentes laborales han descendido sin duda desde la implosión minera en Bizkaia a finales del siglo XIX, pero su relevancia social sigue siendo la misma que proclamaban los empresarios de entonces, mínima. Cosas del destino, al parecer.

Estas muertes siguen sin catalogarse con relación a un sistema que las provoca. Las estadísticas, frías, heladoras, nos revelan que un porcentaje alto de los accidentes se producen con trabajadores en contratos de duración breve, pertenecientes a subcontratas. También que los trabajadores extranjeros son carne de cañón y, un dato que reseña el ISPLN, que los accidentes laborales se multiplican en épocas económicas expansivas, cuando los beneficios empresariales son mayores, porque esas expansiones económicas se hacen con el mismo número de trabajadores. Es decir, con mayor riesgo.

El tratamiento de estas víctimas es, a todas luces, inadecuado. Hemos caído en la trampa de los empresarios, y de las instituciones que los avalan, que intentan minimizar las víctimas de ese esclavismo muchas veces camuflado. No sólo de los fallecidos en circunstancias generalmente evitables, sino de las familias que dependían de su sueldo. Las víctimas de los accidentes laborales han sido muy superiores a las que ha generado el conflicto político, a las de ocasionadas por el capitalismo patriarcal que nos atenaza. Y, sin embargo, poco recorrido en su reivindicación como tales.

Para estas víctimas no hubo campañas específicas en televisión, ni empresarios en prisión, ni en condicional, ni bajo fianza. No hubo comisiones de investigación, ni asignaturas especiales en las escuelas que trataran de la voracidad de los propietarios, de la complicidad de las instituciones, del terrorismo de la patronal. No hubo becas para los hijos de las víctimas, ayudas específicas para las viudas, apoyo psicológico para las familias del damnificado. No hubo placas en los lugares en el que el que falleció la víctima, no hubo reconocimiento de su aportación al centro que construía, a la vía que abrillantaba, al acero que forjaba. No hubo, por no haber, ni certeza de su edad, ni claridad de su nombre. Apenas unas iniciales, como las del bordado de los gemelos del patrón.

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