Ramón Zallo
Catedrático UPV-EHU

La posverdad en política e Internet

La posverdad como media verdad, emoción adornada o pura mentira es tan vieja como el mundo. Y nos apunta que la verdad o los datos interesan menos que las creencias, los sentimientos, los líderes o los trending topics.

Ciertamente la verdad o la realidad son tan inalcanzables que, a lo más, nos acercamos a ella con construcciones de representación más o menos fidedignas en descripción, coherencia y sentido. Las ciencias nos ayudan a ello.

No debemos asombrarnos por la pregunta sobre la verdad. El tema está en el fundamento mismo de la filosofía. ¿Es posible conocer la realidad?. Platón (con la metáfora de las sombras) chocaba con la sistemática aristotélica; Nietzsche con sus neuras se enfrentó a la Ilustración racionalista; el romanticismo añadió una dimensión vital al pensamiento racionalista moderno. Ya hemos aceptado que la inteligencia emocional es parte constitutiva de nuestra percepción, de nuestra comunicación, de los mensajes y de los relatos pero también de las manipulaciones y mentiras.

Las preguntas son ¿donde empiezan unas y acaban otras? ¿La posverdad está hoy más presente? Al parecer sí porque vivimos una época de incertidumbres e inseguridades ya instaladas por la crisis de valores, instituciones, formas de vida y pilares sociales. Una época propicia a dos reacciones opuestas: a nuevos discursos racionales de cambio regenerativo o revolucionario y a discursos insolventes de líderes destructivos.

Escenarios post

El concepto de posverdad encaja con los escenarios «post» que vivimos. Lo «post» nos dice lo que ya no es; y no lo que es o hacia dónde vamos. Y, desde luego, no vamos necesariamente a mejor (la idea de progreso está en crisis) ni tampoco descartamos la pesadilla o la barbarie, aunque también dependan de nuestro esfuerzo colectivo por gestionar el presente.

Es un vocablo que se corresponde bien con el capitalismo posindustrial (tercera fase del capitalismo con predominio financiero y en su versión de sociedad de conocimiento desigual); con la sociedad del posbienestar convertida en sociedad de medioestar o directamente de malestar; y con la posmodernidad, caracterizada por un pensamiento fluido, impresionable, subjetivizado y narcisista que, sin embargo, descubre esferas ocultas.

La posverdad, de todos modos, no era inevitable porque el predominio de la subjetividad en su confección tiene que ver al menos con tres fenómenos que la acompañan: con la decepcionante y tensa realidad social que ha frustrado, indignado o despistado a centenares de millones de personas en el mundo; con el fracaso de la política y de las instituciones para ofrecer resultados reconfortantes mientras recurre a mensajes desacreditados; y con Internet que permite un inmenso ruido en todas direcciones con miles de nuevos agentes (desde blogueros, tuiteros y youtubers a comunidades o anunciantes) en la fabricación de la agenda que antes era casi monopolio de los medios de comunicación.

El campo de la posverdad abarca así múltiples ámbitos pero aquí solo se apuntan dos: la política y la comunicación.

La posverdad en política

Mientras en el campo doctrinal se teoriza el salto de la democracia representativa a la democracia participativa (hay ejercicios puntuales de ello), surgen líderes que explotan prejuicios, creencias y soluciones fáciles a costa de principios y derechos humanos; y ganan elecciones. El superhéroe ungido da una patada al tablero y desde SU verdad, miente en datos, amenaza, tapa y señala al enemigo interior y exterior. No tiene reglas, no rinde cuentas y no dialoga. Trump, hoy, incluso es un ensayo y banco de pruebas de una hipotética post-democracia, o sea de la barbarie (que esperemos la desmonte alguna reacción social).

Es chocante. Teóricamente las funciones de transparencia y rendición de cuentas pueden dar un salto cualitativo con Internet, si hubiera voluntad política, pero no se ve por qué puede haberla para la red si no la hay en el funcionamiento institucional normal.

La red –con una potente información on line, off line y de calidad– puede ayudar cualitativamente a la autoorganización social, a reforzar la legitimidad de la democracia mediante su mejora cualitativa con listas abiertas, consultas, fiscalización de electos, ampliación de espacios codecisionales e iniciativas populares legislativas. Y ello a pesar de que no cabe que la teledemocracia pueda sustituir a la democracia ciudadana y formalmente constituida.

Y sin embargo, ante las amenazas, estamos volviendo a discutir los fundamentos de la democracia misma porque se han puesto en cuestión en hechos y discursos.

La posverdad y la comunicación

Más para bien que para mal, Internet reventó el monopolio del pensamiento distribuido y organizado alrededor de un sistema más o menos plural de medios profesionales de comunicación con sede en propietarios de la élite dominante o en el servicio público. Ese sistema ha sido funcional y previsible, con una relación de simbiosis y/o contrapeso con el sistema político pero, en general, de pleitesía con el sistema económico.

Internet tiene de bueno que –con hashtags y mensajes concentrados que interrogan, apelan, remezclan o convocan– crea lenguajes y narrativas con discursos distintos a los formalizados. Quizás es en el discurso donde se advierten más cambios y donde la frescura, la provocación, la chanza o la sal gruesa tienen efectos destructivos sobre los discursos edulcorados llenos de ocultaciones de intereses e ideologías, fruto de décadas de comunicación institucionalizada y esclerotizada.

Los social media, la comunicación a pares, los commons, la «cultura libre», el video amateur (Youtube), las redes sociales, las comunidades virtuales y los grandes buscadores disputan a los media el tiempo social de atención y horizontalizan la generación y circulación de información. Emerge la información ciudadana y activista, muy interesante porque no tapa nada pero, al carecer de filtros y contrastes, también coadyuvan a las posverdades.

Paralelamente, surgen medios on line, baratos y eficaces, que ganan terreno y de paso espolean a los grandes media a un periodismo más profesional y comprometido del que estamos huérfanos.

El resultado no es la resolución de los problemas del modelo mediático sino una fragmentación, con globalización hiperconcentrada en pocas plataformas, con acceso a nuestra privacidad con la que comercian y, paradójicamente, con una horizontalización social que también pasa por parámetros de vigilancia.

Tiene también de malo que, a falta de reglas, en la selva hay de todo y no favorece la visibilidad del pensamiento fino –sea radical o moderado– sino del burdo y sin matices, valorativo y prescriptivo frente al descriptivo y analítico. Con el tiempo quizás se generen capas de credibilidad. Ya ocurre con una parte de la prensa digital pero, por el momento, la posverdad campa a sus anchas. La utilizan los poderes y sus gabinetes o los gestores de comunicación, logrando una volátil y cambiante opinión pública conducida desde distintas atalayas, a veces en conflicto, y sobre la base de banalidades repetidas.

La red tiene así sus grandes cruces: la agenda oculta de información; la otra Internet (Internet profundo) y los sistemas privados no abiertos; la hegemonía transnacional de las grandes empresas de las redes; la prioridad estratégica de corporaciones y gobiernos en la gestión de la información; la vigilancia planetaria con la vulnerabilidad social consiguiente; la información no contrastada de la red; las relaciones públicas generalizadas, la publicidad y propaganda en el ámbito social; la gestión de lobbies; la comercialización oculta de listas; el manejo de emociones desde una inmediatez poco reflexiva; las ideas simplistas homogeneizantes. Todo ello hace estragos en la comunicación social objetivable.

Como corolario cabe apuntar que achicar el campo de la posverdad requiere, por un lado, ensanchar el campo del saber, de la educación y de la maduración de la opinión pública; y, por otro, poner el sistema de comunicación y su calidad en el corazón de la gestión de las sociedades posindustriales.

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