Antonio Alvarez-Solís
Periodista

La soberanía compartida

Ideológica y racionalmente sostendré siempre que la soberanía constituye una esencia plena y que, por tanto, no puede concebirse como media soberanía.

Hay dos cosas que no puedo asumir de Catalunya en Comú y lo digo fraternalmente: que su programa electoral tenga 162 folios –decía Romanones que un programa político que tenga más de dos cuartillas está destinado a no cumplirse– y, sobre todo, su propuesta de soberanía compartida con España. Referente a la profusión del programa creo que en el momento en que debe definirse nada menos que la pretensión soberana de un pueblo ese programa ha de manifestar austera y determinadamente su postura ante tan importante objetivo político y no caer en un largo relato de medidas administrativas con que se piensa construir el día a día de la administración cotidiana caso de llegar al poder. Si mi visión es válida lo único eficaz para conducir emocionalmente a los catalanes nacionalistas a las urnas es la propuesta de una soberanía plena y no de una soberanía compartida. Esto último es muy serio porque en este punto se manifiesta el alma política de la Sra. Colau y del Sr. Doménech, que a mí me preocupa porque es un alma que pide en la confesión electoral la absolución de un desliz españolista, pero sin propósito de enmienda para superar su vacilante catalanismo. Intentaré explicarme más claramente.

Ideológica y racionalmente sostendré siempre que la soberanía constituye una esencia plena y que, por tanto, no puede concebirse como media soberanía. «Ser significa poseer un espacio o, más exactamente, procurarse un espacio propio» (Paul Tillich). Insistamos: un espacio propio, no compartido.  Sería muy confortable que Catalunya y España confluyesen en propósitos políticos desde una intención plausible por justa y progresista, pero no parece decente para los catalanes que se les ofrezca una inimaginable inmersión en una coparticipación soberana que aparte de ser humana y filosóficamente censurable cae en el disparate de que caminen juntos una ambición monárquica y un espíritu republicano.

En suma, que los posibles electores de Catalunya en comú no tendrán tiempo ni ganas para leer 162 páginas en momentos tan urgentes de respuesta electoral y les apetecerá aún menos compartir soberanía después de todo lo sucedido el 1-O y de lo que viene haciendo el juez Llarena, que constituye no un juicio iluminado por la moral jurídica sino un proceder desde el odio –sí, ahí hay odio y su rencor correspondiente–; un rencor elemental regado por el comportamiento retrofascista del gobierno de la Moncloa. Conste que el magistrado Llarena está investido de autoridad para juzgar desde su silla –lo que expreso para evitar nuevos vértigos constrictores desde el estrado–, pero yo, como ciudadano, estoy a mi vez investido del bien supremo de la soberanía para juzgar democráticamente al juez Llarena y sus decisiones. En este momento recuerdo una adecuada frase de Cánovas del Castillo que por miopía entregó su sombrero a un gentilhombre del monarca con quien el presidente del gobierno acudía a despachar. El aristócrata dejó caer el sombrero acompañando el desprecio con una frase tajante: «Yo no soy un ujier del servicio real sino un grande de España», a lo que Cánovas solamente añadió: «Y yo el que los hago». En democracia también los jueces han de respetar la crítica del ciudadano para emitir consideraciones y elegir caminos sin andar por atajos, por ejemplo el constitucional y el definido como delictivo, que se han de detestar siempre. Porque a los jueces los hace, o así debiera ser, la soberanía ciudadanía. El Sr. Llarena maneja la coacción ínsita en toda ley, pero hay coacciones justas y coacciones injustas. Decía el teólogo Paul Tillich, ya citado: «No es la coacción en si lo que viola la justicia, sino aquella coacción que ignora el derecho intrínseco de un ser a que se le reconozca por lo que es en el contexto de todos los seres».

Quizá sea también el momento de expresar el temor de que la política Rajoy esté suscitando con su colosal violencia «constitucional» un sentimiento de oposición violenta en los catalanes, hasta ahora pacíficamente protagonistas de una política democrática que está siendo burlada con uso de la fuerza inicua y desbocada de una administración estatal que dejará una mala cicatriz en la historia arrebatada de España. Esto temor quiero hacerlo patente a los dirigentes de Catalunya en Comú para evitar que en un día no lejano sientan en su piel el prurito de la deslealtad. No advertir de ese riesgo a la Sra. Colau y al Sr. Doménech, y lo digo como catalán de adopción y lealtad, me convertiría en cobarde colaboracionista de un imperdonable quebranto de la  democracia y la libertad respecto a un pueblo culto, trabajador y acogedor antiguo de inmigrantes a los que dio cultura, pan y trabajo. Su deber de libertad de opinión sería absolutamente convincente si primero rescataran a su patria y luego, solamente luego, procedieran a elegir, ya en libertad Catalunya, las concordias que les parecieran más eficaces. Pero jugar antes de tiempo al juego informático de las soberanías compartidas es un entretenimiento tan vano como malo para la salud moral. Porque mientras se juega se va abriendo una brecha por donde puede entrar la voluntad de dominio de los alienígenas que ya tienen en su poder los suficientes rehenes para intentar un intercambio de soberanía por libertad. La hora es demasiado importante para hacer equilibrios sobre la cuerda floja. Claro que este juicio mío se hace sin pensar, porque sería indecente, que los equilibristas tienen un colchón debajo. A la Sra. Colau y al Sr. Doménech solamente les cabe unirse a los que únicamente enhiestan el palo que sostiene su bandera. Cualquiera otra maniobra facilita que atraquen en la Generalitat las naves de guerra de los «populares» o las de la Sra. Arrimadas, protagonistas de un españolismo que oscurece la faz de España.

Mal está librando su guerra la Moncloa. Cuando escribo este papel es porque temo que algo tan elemental para realizar el propio ser como es la soberanía y la libertad ceda ante reflexiones urgentes y pequeñas o impropias que planean muy potenciadas sobre algunos catalanes y muchos españoles que hablan constantemente de ruina para una Catalunya independiente –de ser así, pobre España–, de aislamiento internacional –acaso estar en España provee de influencia y fuerza?–, de expulsión europea… A propósito de esta última aseveración hablemos medio minuto de Europa como edén al que no se puede renunciar. La Unión Europea acaba de enumerar los países que deben ser considerados como paraísos fiscales. ¡Asombroso! De esa lista han desaparecido Luxemburgo, Irlanda, Países Bajos, Suiza, Malta, Chipre, Barbados, Panamá, Islas Vírgenes, islas Caimán, Man, Jersey y Guarnisey o Hong Kong y Singapur. Y son mantenidos en la lista negra diecisiete países que en muchos casos no tienen relieve alguno político o financiero. ¿Es esta Unión Europea a la que no podrá pertenecer una Catalunya independiente? Parece una estupidez clamorosa que hoy se hable de la potencia europea cuando se están multiplicando otras grandes áreas políticas y financieras en las que queda lugar para una sabia política catalana. Una Europa que no podrá, además, rechazar a Catalunya tras haber asociado a Lituania, Letonia, Croacia, Eslovaquia, Eslovenia, Chequia, Hungría, Bulgaria, Rumanía…, que no tienen la estatura social, política y económica de Catalunya. Cierto es que España tiene derecho de veto ¿pero cómo ejercerlo si Alemania, Francia o Italia deciden contar a la postre con la República catalana? ¿Ha conmocionado a Europa que Rajoy haya prometido a Gran Bretaña su apoyo al Brexit a cambio de que Gran Bretaña no acabe por aceptar también la independencia catalana? Catalunya como pieza importante de un Mediterráneo que empieza a recobrarse… ¿Han pensado en todo esto los dirigentes de Catalunya en Comú? ¿No tendrá aún en la cabeza el Gobierno de Madrid «el imperialismo que lanzó a España a la conquista del mundo al creerse fanáticamente el instrumento divino de la Contrarreforma»? Paul Tillich de nuevo.

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