Juan Cerezuela
Podemos

Las derivadas del urbanismo de avestruz

Dicen de este animal que suele esconder la cabeza cuando se siente amenazado, o que corre como alma que lleva el diablo sin más fin que escapar aunque no sepa dónde ni tenga claro de qué huye, aunque lo único que por propia experiencia puedo decir del bicho en cuestión es que defiende a capa y espada el «qué hay de lo mío» en cuanto tiene a tiro de pico un bocadillo de chorizo de turista despistado.

Bien, sirva esta introducción para enmarcar lo que el urbanismo en la ciudad de Vitoria-Gasteiz ha significado en las últimas décadas y las consecuencias derivadas a día de hoy para los sufridos vecinos y vecinas. Alguien, en algún momento de la historia de esta ciudad y debido a una pésima digestión de lo que sin duda fue una ingesta desmesurada de alubias, alumbró la brillante idea de hacer de la expansión de la ciudad su meta y su bandera, contando al parecer con la afluencia masiva de gentes de allende las mugas, o en su defecto con que la capacidad de procreación de la ciudadanía alcanzase límites prodigiosos nunca vistos en la historia humana. La cosa es que al parecer en un plis-plas nos íbamos al casi medio millón de gasteiztarras a poco que nos empeñásemos, y bueno en el discurso debía de ser el de las alubias, porque promotores, constructores, urbanistas, banqueros y miles de personas de a pie se lanzaron a eso de planificar, construir y comprar como si no hubiera mañana, y fíjense ustedes que el estallido de la famosa burbuja inmobiliaria y eso que dicen que fue y es una crisis demostraron que, efectivamente, no lo había.

Años después de ese orgasmo constructivo nos encontramos una ciudad, por decirlo suavemente, rarita. Por un lado tenemos esos barrios viejos de toda la vida cayéndose literalmente a cachos y un centro histórico muriéndose y no precisamente de risa, que se pregunta qué fue de aquello de su rehabilitación y dónde fueron a parar los dineros que supuestamente habrían de haber servido cual elixir de juventud y nueva vida. Por otro lado están los nuevos barrios, cuyos singulares edificios (hijos sin duda de la mente trastocada de algún que otro arquitecto con traumas infantiles) o se apiñan como gacelas en manada o surgen solitarios cual champiñón en el campo, dejando en medio solares vacíos que desde cierta altura deben de parecer calvas en cabeza de alopécico prematuro, pero que desde cerca varían entre socavón tenebroso y maloliente o montañita de matojos con base de escombro.

Las derivadas son pagos previsibles fruto de la improvisación, que ya en sí es contradictorio, pero qué quieren que les diga, así es la política urbanística, liosa para todo el mundo menos para el que cobra. Primero se hacen los pisos y después los colegios. Que mire usted, plantéese el ir a comprar el pan como una aventura y no se preocupe, que ya vendrá Mercadona. Y para aventura usar el transporte público a determinadas horas (aconsejo la línea 6 a las 8.30 de la mañana un día laboral, mejor que una maratón, sin duda).

Y por aquí andamos en este sacrosanto Ayuntamiento, con el nuevo plan general de ordenación urbana en fase de gestación, esperando que el bebé no nos salga prematuro ni medio bobo como su hermano anterior, aunque francamente y visto lo visto tiene todos los visos de cuanto menos salirnos rana, que la mano que mecerá esa cuna es cuanto menos interesada.

Una cosa más a la que no me resisto, cada vez que oigo lo de «recoser la ciudad», lo primero que me viene a la cabeza es el monstruo de Frankestein.

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