Jesús Luis Fernández Fernández
Abogado

Nacer, vivir y morir en libertad y dignidad

El artículo uno de la Declaración Universal de los Derechos Humanos dice: Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.

El 10 de diciembre de 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas, consternada aún por los horrores de la Segunda Guerra Mundial, aprobó su declaración más emblemática. Hoy, casi 70 años después, la opinión generalizada es que aquel ideal común no se cumple, sensación que se comprende fácilmente si observamos las noticias que nos llegan cada día desde distintos lugares del mundo.

Se ha entendido que quienes están obligados a cumplir y garantizar los derechos y libertades son los estados y, en concreto, los gobiernos que los gestionan. Sin embargo, este artículo pretende aportar otro punto de vista –novedoso a la vez que tan antiguo como la vida misma– sobre la igualdad, la libertad y la dignidad.
El artículo uno de la Declaración contiene dos mensajes. El primero es que todos los seres humanos nacen libres e iguales en libertad y derechos. Da la sensación de que esta manifestación de que todos nacemos libres e iguales se hace desde fuera, como si un observador externo anunciara esa igualdad y libertad. (Es llamativo que el enunciado del artículo se haga en tercera persona, en vez de en primera).

Sin embargo, podemos adoptar otro punto de vista y plantearnos si la libertad y la igualdad no es ya una realidad en los seres humanos, en todos y cada uno de las mujeres y hombres que habitamos la tierra, independientemente de la situación que se esté viviendo. Entiendo que así es. Creo que todos los seres humanos nacemos y vivimos libres e iguales. También aquellos que les toca nacer y vivir la necesidad, la enfermedad, la violencia o la guerra. Incluso quienes llegan a perder el cuerpo, eso que llamamos la vida, son o pueden ser libres e iguales. Si cada persona que habita este mundo sabe, siente y vive lo que es, lo que mora dentro de él, podrá pasar hambre y otras necesidades, se le podrá esclavizar, agredir e incluso matar, pero no habrá perdido ni su libertad ni su dignidad.

En esta experiencia de vida que tenemos en la tierra a menudo nos hemos identificado plena y exclusivamente con lo material, con el cuerpo que habitamos, y pensamos que todo empieza y acaba ahí, en nuestro cuerpo, en la materia. Y a partir de ahí situamos lo importante fuera de nosotros, cuando, lo sustancial, el ser, está dentro. Incluso, acabamos creyendo que la libertad, la igualdad y el resto de valores fundamentales y propios de toda persona dependen de lo que hagan o digan los demás. Y llegamos a pensar que perdemos esos derechos, lo que no es posible ya que son inherentes al ser (humano) que somos. El único requisito para no sentir que los perdemos es ser conscientes de que los tenemos.

El segundo mensaje del artículo uno dice: Dotados como están (todos los seres humanos) de razón y conciencia deben comportarse fraternalmente los unos con los otros. Podríamos decir: dotados como están de corazón deben comportarse fraternalmente los unos con los otros. Creo que el comportamiento fraternal tiene más que ver con el corazón que con la razón. Creo que la razón, las razones particulares o colectivas, que son tantas y tan diversas como personas habitamos la tierra, son, en ocasiones, las causantes de esas situaciones de violencia, de necesidad, de ausencia de libertad y de derechos que la Declaración pretende evitar.

El comportamiento que se pide es fraternal, como entre hermanos. Así creo que debe ser. Sin embargo vivimos de manera acelerada y vamos corriendo por las calles y también por la vida. A veces sin ver a los otros, sin sentirles, o sintiéndoles extraños aunque sean nuestros vecinos. Sin embargo no son extraños. Ellos son un poco nosotros y nosotros somos un poco ellos. Y ello es así porque todos tenemos el mismo origen, venimos del mismo lugar, de la misma fuente. Lo veamos o no, nos guste o no, todos somos iguales.

Por ello necesitamos parar, respirar profundo, ver y sentir al otro como un igual, tratarle como corresponde, como se trata desde el corazón, con respeto, con una sonrisa, con amor, como a un hermano. Eso es lo que es.  

Decía antes que hemos venido exigiendo a los estados el cumplimiento de los derechos y libertades. Sin embargo creo que es hora de que tomemos conciencia de que, independientemente de lo que hagan las instituciones, somos las personas, los seres, quienes tenemos la obligación y también la necesidad de ver y tratar al otro como a un igual. Porque al tratar al otro con amor, de igual manera nos tratamos a nosotros mismos. Y viceversa.

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