Joxemari Sasiain Arrillaga
Licenciado en Historia

Piketty y el capital en el siglo XXI

Thomas Piketty, en su libro "El capital en el siglo XXI", reabre el interés por la distribución de la riqueza generada dentro del sistema capitalista. Paul Krugman, premio nobel de economía en 2008, resalta los valores de la obra del joven autor incluyéndola entre las mejores obras  publicadas en esta década, ofreciendo un fuerte apoyo a su difusión. Para cualquier observador avezado ya no es extraño percibir la influencia de sus ideas en los discursos elaborados por las nuevas, y no tan nuevas, formaciones políticas de izquierdas.

Desde el inicio, el libro llama la atención del lector interesado en las ciencias sociales. Cuando Piketty escribe: «Este libro, creo, es tanto de historia como de economía», a la vez que plantea la necesidad de «reconciliar la economía con las demás ciencias sociales», se percibe el propósito de acercar la economía a la sociedad. Sin perjuicios, no rehúye la nominalización de su obra como de «economía política» –para algunos término fuera de uso–, al contrario, defiende la dimensión política, normativa y moral de la definición; y si a eso le añadimos la advertencia que hace sobre las limitaciones de su estudio: «Todas las conclusiones a que llegué son, frágiles por naturaleza, frágiles y merecen aún cuestionarse y debatirse», tendremos que convenir que estamos ante un autor que, cuando menos, merece nuestra atención, aunque sólo sea por la claridad con que expone su intenciones.

Con rotundidad, sitúa el alcance de su trabajo y alternativas en el marco de la propiedad privada y la economía de mercado. Define ambos campos como instituciones que desempeñan funciones útiles como es la coordinación de las acciones de millones de individuos, y no considera fácil prescindir de ellas. En contraposición, cita a «los desastres humanos causados por la planificación centralizada». En este marco, Piketty, desarrolla su hipótesis de trabajo central: la recapitalización de los patrimonios procedentes del pasado será más rápida que el ritmo de la producción y de los salarios. Esta tendencia, contrastada por datos estadísticos seriados durante prolongados periodos tiempo, produciría, según el profesor, importantes movimientos desestabilizadores en la estructura de una sociedad determinada. Las causas del seísmo social estarían condicionadas por las desigualdades sociales que llevarían a un 10% de la población más pudiente a disponer del 90% de la riqueza nacional. Esta situación, en el marco de una sociedad económicamente desarrollada, provocaría un estallido social de magnitudes incontrolables.

Las conclusiones extraídas por el trabajo que nos ocupa, toma como referencia a los Estados económicamente desarrollados de ámbito occidental. Teniendo en cuenta que Francia cuenta con los registros de propiedad más antiguos y homogéneos, no es de extrañar que Piketty tome a la antigua Galia como una de sus principales referencias. Entre 1900-1910 el percentil superior –uno por ciento de la población francesa más pudiente– contaba con el 60% de la riqueza nacional. Seguidamente y a partir de los enfrentamientos de primero de siglo, hablamos de la Revolución rusa, crisis de 1929 y sobre todo la primera y segunda Guerra Mundial, se produjo un proceso de desconcentración de la riqueza. Como resultado de los hechos apuntados, los capitales privados alcanzaron niveles históricamente bajos en la década de 1950-1960. Para que se produjera semejante inversión, hizo falta que los Estados pusieron en marcha nuevas políticas de regulación, tributación y control público de capitales –en Francia se da un importante proceso de nacionalización que abarca al conjunto de sectores, incluido el financiero- adquiriendo un protagonismo económico desconocido. Ello no impidió un pronto movimiento de recuperación del capital privado liderado por la revolución conservadora anglosajona de los años ochenta –Reagan, Tacher– que se convierte en el preludio de la globalización financiera y la desregulación de la década 1990-2000. Estos hechos permiten al segmento más rico de la población  recuperar unos niveles de enriquecimiento no vistos desde 1913, y eso a pesar de la crisis de 2007-2008.

Para reordenar la dinámica de desigualdades provocada por la distribución de la riqueza que alimenta el sistema a largo plazo, Piketty, propone la imposición de un impuesto progresivo sobre el capital. Éste podría contar con tasas limitadas de 0,1 o 0,5% anual sobre los patrimonios de menos de un millón de euros, de 1% para fortunas entre uno y cinco millones de euros y de un 10% anual para las fortunas de varios cientos o miles de millones de euros. La nueva tasa, dice el autor: «permitiría contener el crecimiento sin límites de las desigualdades patrimoniales mundiales que hoy en día crecen a un ritmo insostenible a largo plazo, algo que debería preocupar incluso a los fervientes defensores del mercado autorregulado».

El profesor no es ajeno a las dificultades que entraña su alternativa. Uno de los problemas que  plantea es que la aplicación del impuesto progresivo sobre el capital no está al alcance de los Estados-nación. Su puesta en marcha efectiva requeriría, como mínimo, una escala de aplicación regional muy amplia –al menos como el área europea– con un alto grado de cooperación política y económica. Otro de los muros de contención a la aplicación de su alternativa lo encuentra en la opacidad existente en el campo de la estadística financiera. Hace mención a un estudio realizado por el profesor de ciencias económicas Gabriel Zucman que, recogiendo datos bancarios suizos, estima que el volumen representa el equivalente al 10% del PIB mundial (¡unos 7 billones de dólares!); este formidable volumen de recursos estaría depositado en paraísos fiscales, por tanto, ajenos a cualquier tipo de estadística y de control fiscal.

Obra trascendente la del profesor. La inagotable fuente de datos que maneja y los espacios que abre a la reflexión y el debate son encomiables. Especialmente, la conclusión a la que llega, después de trabajar con una cadena seriada de datos históricos inagotables: en gran medida, la reducción de la desigualdad durante el siglo XX fue producto del caos producido por las dos guerras mundiales. Sin embargo, su alternativa, apoyada básicamente en la imposición de un gravamen progresivo sobre el capital acumulado, reproduce algunas opciones ya experimentadas que han contado con un efecto parcial y bastante limitado. Básicamente, estamos ante el discurso socialdemócrata de repartir más equitativamente la riqueza sin cuestionar  el modelo de relaciones económicas y sociales que produce ésta. Estamos ante la vieja cuestión de domar a la «bestia capitalista» por medio del Estado liberal democrático, con la ilusión de que este regule el uso y abuso del sistema financiero, distribuya los recursos con cierta equidad y preserve sin fisuras el Estado del bienestar. No está mal la idea, sino fuera porque para poder llevar a buen puerto ese proyecto se debería producir un cambio de relación de fuerzas en la sociedad de alcance global, y que este no fuera meramente coyuntural, sino consolidado y con valores muy diferentes a los que actualmente predominan socialmente. Ahora bien, bajo esas nuevas condiciones, ¿por qué tendríamos que dirigir nuestros esfuerzos a domesticar a la «bestia» si podríamos acabar con ella?

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