Mario Zubiaga
Profesor de la UPV-EHU

Punto nodal

La naturaleza aborrece el vacío. La presión atmosférica hace que los huecos se llenen, ya de forma pausada, ya tumultuosa. El arte también huye del vacío y tiende a rellenar con filigranas y arabescos los espacios vírgenes. Lo político, sin embargo, crea vacíos, abre lugares ingestionables en el continuum sistémico, da lugar a sucesos que abren posibilidades de cambio –desde la reforma a la revolución–, inventa oportunidades que indefectiblemente son domesticadas por la política: nadie puede vivir eternamente en la punta de una pica, en la mira de un fusil.

En los sistemas democráticos, la aparición de lo político suele ser breve, normalmente poco convulsa y se reconduce rápidamente al agonismo electoral. Y en esa pugna reglada se rellenan los vacíos de forma diversa: cuando la presión es alta y los instrumentos conocidos se ven desbordados, aparecen nuevos receptáculos –Podemos o Ciudadanos–, que conforman ordenadamente una voluntad popular en ebullición. Pero otras veces, un recipiente preexistente –izquierda abertzale–, se encuentra sin demanda popular impetuosa a la que dar forma, y el espacio desolado se llena de discursos perifrásticos o genéricos que buscan «atraparlo todo» sin ofrecer gran cosa a cambio.

La estrategia catch-all o «atrapalotodo» es adoptada por los partidos con la finalidad de recabar apoyos en los más amplios espacios sociales sin hacer ascos a ningún voto, venga de donde venga. Obviamente, para lograr tal objetivo es preciso redondear las aristas ideológicas y atemperar el discurso. Esta estrategia se plantea habitualmente desde los partidos dominantes cuya principal baza es la seguridad en la gestión de lo existente. No todos pueden plantear tal estrategia de modo creíble. Para el PNV es seña de identidad, en los partidos que buscan realmente cambiar las cosas, nunca funciona.

Podemos, que nació como una operación populista clásica, pensó que la crisis sistémica española era bastante profunda como para permitirle la deriva «atrapalotodo». La tentación era tan irresistible que en pocos meses el significante vacío de «los de abajo» enfrentado a la corrupción de una casta irrecuperable se transmutó en guiños a la monarquía y escenas de barra con el nuevo lerrouxismo. Como consecuencia de esta domesticación, y de forma acompasada, el significante vacío de «la regeneración» y la «salida social a la crisis» se convirtió en un significante flotante, susceptible de ser anclado y ocupado más eficazmente por otras operaciones populistas, ahora de signo derechista. Sin embargo, pese al apoyo desvergonzado de la opinión publicada en medios y encuestas, no ganó Ciudadanos.

Interpretando de forma acertada el reciente fracaso en Catalunya, y sin posibilidad de marcar un perfil nítidamente social frente al PSOE o Ciudadanos, so pena de atemorizar a un electorado cuyo concurso necesitaba para competir con ciertas garantías, Podemos abandonó en parte el modelo «atrapalotodo» y optó por arriesgar, enarbolando una bandera que ningún otro podía asumir: el referéndum catalán. Es decir, tirando de la teoría laclauiana que tan bien conoce, retomó el análisis populista y planteó un punto nodal –point de capiton–, que permitía fijar y articular las fuerzas del cambio social y político en España de un modo que nadie podía usurpar de forma creíble: «el derecho a decidir de las naciones sin estado peninsulares».

Sin embargo, después de décadas de intentos bilaterales –ya por lo civil ya por lo militar–, el dilema en estas naciones es si merece la pena ayudar en la democratización de España, o si es mejor dar la empresa por imposible, y actuar como si no existiera la meseta. Este dilema se ha resuelto parcialmente a la luz de los resultados en las pasadas elecciones. Una parte significativa de la sociedad vasco-navarra, gallega y catalana ha asumido el punto nodal propuesto por Podemos y ha decidido que quiere influir en el cambio progresista estatal. Y sobre todo, parar eficazmente la operación re-centralizadora PP-Ciudadanos. Es el cálculo de utilidad de un votante menos militante, más estratégico.

¿Cuál es el papel del independentismo en estas circunstancias?

Podemos es un proyecto regeneracionista para España, pero paradójicamente la única posibilidad de que el cambio que propone sea viable es que el independentismo no deje se serlo. Es decir, solo con escenarios de ruptura creíbles en los pueblos periféricos va a ser posible la reforma estatal que propone Podemos. Y aquí Catalunya es la clave, como bien saben los 1.515 que apuestan por reforzar la unidad de acción.

Por eso, el lema de campaña de la izquierda abertzale quizás no ha sido acertado. En primer lugar, la cooptación discursiva del «derecho a decidir» en clave de partido, debilita un espacio socio-político de trabajo en común –Gure Esku Dago–, que puede aglutinar al soberanismo en sentido amplio, el que se visualiza, por ejemplo, en la mayoría gubernamental navarra. Se ha pretendido adelantar la cosecha.

En segundo lugar, el lema electoral «derecho a decidir» coloca el debate en unos parámetros en los que el original nunca va a ser la fuerza independentista de referencia, sino precisamente, aquellos partidos –PNV y Podemos–, para los que dicho lema es natural y/o inocuo, separado de cualquier posicionamiento ulterior obligado. Y todos sabemos lo que ocurre cuando el votante debe elegir entre el original y la copia. La única opción independentista clara de este país debería dejar la reivindicación de la pregunta a la iniciativa social, y comenzar a trabajar ya por el triunfo de su respuesta: la independencia.

Pero más allá del acierto relativo en la campaña, es cierto que las elecciones han pillado a la izquierda abertzale en un momento de transición que esperemos nos conduzca a un planteamiento independentista claro, operativo y a escala humana, es decir, generacional. El problema no es que la sociedad no está madura para un proyecto «demasiado radical», sino que falta proyecto radical para una sociedad muy madura.

En primera instancia, la izquierda abertzale tiene pendiente una segunda revolución doble: la organizativa, por un lado, y la relativa a la cultura política dominante en el funcionamiento interno y en su relación con la sociedad, por otro. El cierre de época llega en un momento en el que todos los partidos se encuentran con lo que Peter Mair, citando una obra clásica de Schattschneider, llama «ciudadanía semi-soberana»: una ciudadanía que no se resigna a perder una capacidad de decisión cada vez más disminuida. Por eso, los partidos ya no pueden dedicarse a programar el calendario del compromiso movilizador de la gente. Al contrario, deberían ayudar a su autonomía, y servir de puente hasta la decisión institucional.

En segundo lugar, la deriva hacia la centralidad ha dejado un «vacío de radicalidad» que necesitaría un punto nodal que fije y articule las posiciones sociales. Quizás así se pueda ofrecer una posición firme, distinta y atractiva para aquella parte de la sociedad que desea cambiar el estado de cosas. No es solo mercadotecnia.

¿Cuál el punto nodal del abertzalismo de izquierdas? ¿Cuál es el elemento discursivo y la praxis política que fijan las fuerzas soberanistas de izquierda y que no puede ser ocupado por otras fuerzas políticas? ¿Cuál es el espacio de radicalidad ahora casi inexistente pero imprescindible para un cambio profundo en consonancia con el proyecto histórico soberanista?

No caben respuestas rápidas, y, menos aun, atajos que ante la actual ausencia de radicalidad, pretenden sanar el horror vacui con posiciones nostálgicas o basadas en la idealización de un pasado no vivido. No sabemos si el nuevo punto nodal se resume en «proceso constituyente», «desobediencia», «alternatiben herria» o «estado feminista», o si, a lo mejor, son todos ellos los que hay que conjugar. No habiendo necesidad histórica, seguramente, como ejercicio máximo de libertad, habrá que improvisar. Sin miedo al vacío, buscándolo.

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