Mario Zubiaga
Profesor de la UPV

Relato por presos

Mayo del 68 fue una revuelta estudiantil, simpática, un poco naif, que modificó los hábitos vitales de la juventud occidental, dando inicio a una divertida época dominada por la droga, el sexo y el rokanrol...

Kristin Ross critica esta despolitización de la memoria basada en la banalización, es decir, la conversión de la protesta en mera performance cultural, en una moda más o menos irrelevante. Como ha ocurrido con el mayo francés, la sociología estudiará el ciclo de protesta vasco como contexto de la «martxa ta borroka», y el «look batasuno» tan bien caracterizado en ‘Ocho apellidos vascos’, será un chiste al servicio de la jocosa unidad de los pueblos de España. No vamos a negar la virtualidad de dicha banalización para lubricar la convivencia –el acento sevillano es, sin duda, más simpático en la taberna que en comisaria–, pero reducir los últimos 50 años a un flequillo recto y un pañuelo palestino parece excesivo.

La despolitización de la memoria puede llegar también por otra vía, aún peor: la moralización. La lectura de la historia a la luz de principios morales tan universales como inanes a la hora de explicar el real funcionamiento del mundo. Si aquella juega con la irrelevancia de la lucha, la segunda subraya su maldad intrínseca. Ambos acercamientos, sobre todo el segundo, se alejan de una visión humanista del conflicto que reflexione críticamente sobre el pasado y permita conducirnos de modo más ético en el futuro. La dinámica del contencioso condiciona la evolución de dos variables: el contenido de la demanda que sustenta el desafío a las autoridades, y la consideración de las consecuencias gravosas de ese desafío. Es decir, la posición de las víctimas, las personas que han visto gravemente afectados sus derechos y libertades. Además, se añade un tercer aspecto: la forma discursiva que adopta la memoria de lo acontecido –el manido relato–, que depende directamente del modo en el que se cierra el episodio contencioso. Si éste hubiera terminado el año 1988, 1998 o 2005... ¿Estaríamos hoy hablando en estos términos? Probablemente no.

En las conversaciones de Argel (1988-89), el esquema de interacción dominante era el de «paz por autodeterminación», en una sola mesa. Las consecuencias del conflicto o el relato eran aspectos irrelevantes, o, en cualquier caso, cuestiones a tratar una vez concluido el proceso negociador.

En el acuerdo de Lizarra (1998-99), el marco «paz por proceso constituyente» se planteó en una mesa abertzale, mientras la gestión técnica de las consecuencias se condujo a una mesa subalterna (Zurich 1999). Dada la la rentabilidad política que aún suponía el fin del conflicto, se elaboró un relato institucional en el que la condena moral estaba ausente: referencias al «MLNV», «generosidad», final «sin vencedores ni vencidos», etc.

Finalmente, en Loiola (2005-06), la mesa política a escala vasca se centra en el binomio «paz por territorialidad», pero el relato –hegemonizado por el PP y las asociaciones de víctimas–, adquiere una inusitada centralidad y distorsiona el debate en la mesa técnica, relativa al desarme y la política penitenciaria. A su vez, este bloqueo arrastra a la mesa política, que lamentablemente depende de procesos decisorios externos. El marco discursivo dominante es ya eminentemente moral.

Una lectura acertada del final de las conversaciones de Loiola condujo al cese unilateral de la actividad armada en 2011. Separadas las demandas políticas del fin de la violencia, queda amortizada la antigua opción de «paz por presos», pero se abre una versión atenuada de la misma –«armas/disolución por presos»–, en combinación con el marco que hoy se revela dominante, el de «relato por presos».

Así, la pugna política actual se circunscribe al modo de interpretar la historia reciente. El relato sistémico se caracteriza por una lectura moral y despolitizada de la historia sustentada en la deslegitimación del terrorismo, la abjuración total del pasado, y el arrepentimiento, cuando no la pura delación. El relato contenido en el plan de convivencia del Gobierno Vasco, aunque tiene una vocación integradora, no deja de ser una versión aligerada del anterior, en tanto en cuanto abunda en el marco moral: «se pusieron otros fines por encima de la vida humana», y la «violencia fue injusta». Asumiendo la conveniencia de un relato compartido, vamos a plantear aquí un acercamiento que no confunda un desideratum moral particular con las bases éticas sobre las que habría que construir la convivencia en nuestro país. No en España.

Sabemos que el discurso sobre la violencia tiene dos caras: la que debemos defender (hipócritamente), y aquella según la que funciona (cínicamente) todo poder político constituido. El mandato «no matarás» sólo se puede mantener de forma colectiva sobre el monopolio de la capacidad de matar, es decir, sobre la existencia de una violencia concebida comunitariamente como legítima, nunca sobre la abjuración de la misma «venga de donde venga». Y todos nuestros fines colectivos han estado siempre por encima de la vida humana individual.

La violencia es muchas veces injusta porque puede, en ocasiones, ser justa. La justicia de un acto violento la mide cada persona, cada comunidad cuando pone en la balanza, por un lado, el sufrimiento que esa violencia produce y, por otro, el sufrimiento individual o grupal que esa violencia pretende aliviar. Ese equilibrio es contingente y varía con el tiempo. Hoy es evidente que la comunidad vasca comparte sin ambages la idea de que el sufrimiento que pudiera infligir ETA no está compensado con aquel que se quisiera hipotéticamente evitar, ya sea la supervivencia de la nación vasca o los derechos de las personas encarceladas...

¿Y en el pasado? ¿Se puede hablar de violencia injusta sin hacer referencia a actos violentos concretos? Y si éticamente (es decir, a la luz de lo justificado comunitariamente) no es lo mismo la muerte de un torturador que la de un cargo electo, entramos en un debate político improductivo que nos conduce al trasfondo real: todo relato es un relato de poder. En efecto, una hipotética victoria militar de ETA hubiera convertido en actos heroicos lo que hoy no son sino acciones criminales e inmorales.

Sin embargo, la descripción del desgaste ético progresivo de la violencia política no puede tampoco conducir a la irresponsabilidad o a la suspensión del juicio ético respecto del pasado. En nombre de una demanda política legítima se ha infligido mucho sufrimiento éticamente rechazable, se ha minusvalorado el dolor de mucha gente, y esa ceguera respecto del dolor propio y ajeno ha alargado más de lo deseable un episodio histórico lacerante. Una autocrítica política sincera que no busca contrapartidas, siempre será un ejercicio saludable, reparador de uno mismo y sanador del sufrimiento producido a otros.

Al contrario, la moralización de la memoria impuesta como condición del cumplimiento de la legalidad penitenciaria no hace sino alimentar un resentimiento que no es sino caldo de cultivo para violencias futuras. La reciente activación de la demanda de amnistía es una señal de que la despolitización de la historia no ayuda a superar las dinámicas del pasado. Dinámicas que nos conducirían nuevamente a la interpelación estéril, a la bilateralidad sin esperanza y a la pérdida de iniciativa política.

Además, la repolitización ética del relato, base de la convivencia futura, parte de la autocrítica por no haber medido con suficiente rigor el sufrimiento infligido a uno mismo y a los demás, pero tiene continuidad en la reflexión comunitaria acerca de las causas por las que el episodio contencioso reciente se ha desarrollado fuera del ámbito reglado, y, además de forma violenta.

La conflictología subraya que no hay verdadera convivencia sin resolución de los aspectos político-constitucionales que han sustentado un conficto violento. Esa doble reflexión que dé lugar a un relato ético –«autocrítica por el sufrimiento infligido en el pasado y gobernanza democrática del futuro»– será seguramente inseparable de la movilización social que, en un ámbito y otro, rescate a la política del limbo de la condena moral, terreno estéril para la vida en común. Existen ya iniciativas que están construyendo ese solar ciudadano en Euskal Herria.

Esto no puede terminar con un «así fue, y así se lo hemos contado...». Aunque exista el riesgo de que el que no lo vea «así» sea hoy perseguido penalmente por alguna supuesta exaltación de la violencia o menosprecio de las víctimas. El atajo moral es siempre más cómodo, pero no más justo.

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