Jon Odriozola
Periodista

Tocapelotas

No sé si cuando salgan estas líneas ya habrá nuevo Papa. Por cierto, llevado con un hermetismo feudovasallático típico de la secretísima diplomacia de cónclaves cardenalicios donde no se entera... ni Dios.

¿Para cuando un Papa no ya negro, sino mujer? (Odriozola ha vuelto a darle al frasco, con lo majo que era). Porque parece ser que hubo una, bien que disimulando su sexo. Tal parece que por el año 822 nació en Maguncia una niña hija de un monje itinerante que la crió en un ambiente de estudio y amor a las letras, algo vedado a la mujer. Como una suerte de Monja Alférez avant la lèttre, se disfrazó de mozo, se instruyó y acabó en Roma donde la (le) presentan al Papa León IV, pensando este que era un arrapiezo. Juana, que así se llamaba quien pasó a la historia, no sabemos si apócrifa (para Le Goff, sí), como la Papisa Juana, le sucedió como Santo Padre bajo el nombre de Joannes Septimus. Parece que camino de la iglesia San Clemente dirección Letrán no parió la abuela, sino la Papisa, quedando el respetable alucinado.

Visto tan traumático evento, la púrpura se ató los machos. Hasta el extremo de que, cada vez que se nombraba un Vicario nuevo, se le palpaban los genitales para asegurarse de su masculinidad, no vayamos a liarla. Al recién habemus papam y antes de la «fumata blanca», se le sentaba en la sella stercoraria, una silla con el asiento agujereado –como una taza de váter actual, pero sin mármoles– por donde un diácono le tocaba literalmente las bolas. No se podía correr el riesgo de una nueva papisa. Aquel detector de mentiras era público dentro de la privacidad curial, o sea, te tocaban los perendengues delante de gente «profesional». Algo, entonces, normal, nada escandaloso. Esta ceremonia duró hasta el siglo XVI. Incluso el Papa Alejandro Borgia tuvo que someterse a estos tocamientos –que hoy rozarían lo penal–, a sabiendas de que su «esposa» le había dado cuatro lozanos retoños que él reconocía con orgullo levantino. Tras el «examen de la silla», el diácono, una vez tocadas las pelotas del nuevo Papa, no se rían, decía estos latines: «Duos habet et bene pendentes», o sea: «tiene dos y cuelgan bien».

Hoy esto nos mueve a risa, pero no entonces. Piénsese que los antiguos romanos, al no tener una Biblia sobre la que jurar y testificar, lo hacían apretándose con la mano derecha en un juicio los testículos (por eso las mujeres no podían ser testigos –ni nada–, palabra que viene de «testificar» dizque «tocarse los testículos»). Hacer eso –tocarse los cojones, hablando en argenta– era el non plus ultra de la palabra de honor dada en un contencioso y ello, ojo, entre iguales o superiores, nunca plebeyos. No había, ya se dijo, biblias ni constituciones donde jurar o prometer nada ni imperativos legales. Solo tocarse los cojones. Pero no como holgazanería o cojonazos, sino reivindicando la verdad y el honor.

Ocurre que de un tiempo a esta parte no hace falta que te toques los cojones: ya te los tocan a ti. De ahí que todavía se oiga aquello de «no me toques los cojones» como diciendo «porque me voy a tener que cagar en tu puta madre». Es lo que tiene ser «pueblo», que siempre le están tocando los cojones... hasta el día menos pensado.

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